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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

La primavera en el cine

La primavera en el cine

¿Se puede usted imaginar una película rodada en cinemascope? La escena se desarrolla en una pradera idílica, en un lugar idílico, a finales del siglo XIX. La película va de amores entre una bella muchacha, de porcelana, y un muchacho rudo y guapo también. El guión obliga al muchacho a olvidar a la muchacha para defender el honor de su apellido y el de su patria. La defensa de estos honores despiertan dentro de él sus más valerosos instintos y los más grandilocuentes principios.


La muchacha, que ha despedido a su apuesto galán, no ha visto, sin embargo, en sus ojos azulados, el más mínimo atisbo de amor, sólo indiferencia hacia el ser débil y delicado en que se ha transformado para él, algo secundario a su noble misión a la que ha de partir.


La muchacha llora bajo un viejo y enorme roble cargado de hojas. Está recostada contra el tronco rugoso, envuelta en un traje ampuloso y pleno de encajes inmaculados. A su alrededor la hierba esta perfectamente cortada, verde, y algunas mariposas revolotean llenando el aire de colores. Los pájaros trinan sobre ella, escondidos en alguna rama recóndita del condenado roble. Los espectadores, desde la sala oscura, no dudan en como podrían hacer feliz a aquella idílica criatura, como podrían consolarla y, sobre todo, después de conseguir su amor, en como follársela.


Sin embargo, nuestra dulce protagonista continúa llorando, emitiendo un sonidito dulce e inocente.


Cambio de plano


Por la pendiente de hierba fresca emerge una figura que, torpe y pesadamente, se acerca hacia la bella.


Cambio de plano


Un hombre en los límites entre la madurez y la senilidad ha llegado junto a nuestra heroína. Es gordo, muy gordo, pero lo máximo que cualquier persona diría sobre él es que es regordete. Es limpio y pulcro. Lleva una levita de un color carmesí brillante y un chaleco estampado con grandes flores muy apretado por su vientre prominente. Sus piernas son semejantes a las de un ave de corral. Van cubiertas por unas mallas blancas, de la época, que se ajustan en sus pantorrillas estrechas, se ensanchan con sus muslos ampulosos y se antojan superelásticas para poder contener el voluminoso vientre. De un bolsillo de su chaleco escapa una cadena de oro que después de bajar unos centímetros vuelve al mismo bolsillo. Sus botines brillan como el charol.

Cambio de plano


Ahora la cámara nos muestra el rostro de aquel cuerpo. La cabeza es redonda y carnosa, apenas con pelo, si exceptuamos unos mechones de blancura sedosa sobre unas orejas pequeñas y brillantes. Tiene unos carrillos simpáticos y sonrosados, como los de un niño, sonríe con sus ojillos pequeños, casi ocultos por unas cejas blancas muy pobladas. Barbilla y cuellos se confunden hundiéndose tras la chorrera de su camisa que escapa del chaleco. El viejo inspira bondad y pureza. Se sienta junto a la bella con enorme esfuerzo.


Cambio de plano


La bella ha secado sus ojos y mira a su acompañante como quien mira a un corderito inocente. Las mallas del angelote regordete y beatifico se tensan entre sus piernas y su sexo resulta indescifrable para el público, incluso se podría decir que es un ser asexual. Sus manos son regordetas también y en sus dedos carnosos de uñas limpias y cuidadas refulgen piedras preciosas. El ángel habla a la bella con palabra precisa y paternal. Ella, que vuelve a sollozar, intenta una sonrisa para a aquellas palabras de consuelo. Él mira al cielo, y aparece un abultamiento de carne pálida, una garganta como la de un sapo que parece no haber sido nunca rasurada. Entonces, se nos antoja barbilampiño y el espectador se imagina su culo sin pelos con olor a campo y flores silvestres, jamás sudado.


Continúa consolando a su sobrina o quizás a la hija de unos buenos amigos. La bella no puede ser su nieta, tampoco su hija, porque aquel pedazo de carne angelical es imposible que haya sudado, que haya tensado sus músculos ocultos al penetrar en el cuerpo de una mujer. Es impensable que haya gemido de placer, a lo sumo un suspiro afeminado al tomar limonada un día de verano.


Volvemos a buscar su sexo, pero no hay ni testículos ni falo. Aquel hombre nunca ha sido niño, siempre ha sido así; un día apareció sobre la Tierra, sonriendo, y continúa así. Su sabiduría es irónica y se ríe de los enmarañamientos de las parejas jóvenes de amantes. Él tiende hacia la perfección celestial a través de la pureza, la castidad y la bondad.


La muchacha acaba por sonreír y la esperanza aparece victoriosa en su rostro de labios sensuales. Los dos se levantan y, juntos, marchan hacia el ocaso del día. Una melodía enternecedora les acompaña y los espectadores agradecen al angelote de culo de hipopótamo que haya hecho por ellos lo que se sentían impotentes de poder hacer por aquella apetecible criatura, desde la sala oscura.


El personaje ya ha quedado definido. Volverá a aparecer más tarde en pantalla, y su función será la de celestino con la finalidad de que la bella y el bello se unan en un beso apasionado hasta el fin de sus días. Cuando al película termine nadie se acordará de él porque sólo era un personaje secundario. Pero, ¿de dónde vino?, ¿dónde va?, ¿a quién ama?, ¿por quién suspira?. Aquel personaje es el único ficticio de la película. Sencillamente, no existe, no hay personas así. Pero sí las hay con igual misión, pero no son ángeles, sino mortales, y el cine las destruye, acaso las condena, las mata por temor.

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