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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Reuniones en la gran ciudad

Bajamos del taxi. Venimos de tomar una copa de vino blanco con ricos manjares de picoteo en las oficinas de lo que ahora llaman un “prospect”, que en lenguaje cristiano, viene a ser un proyecto; es decir, una persona o ente del que podrás sacar dinero por un servicio que le proporcionarás en el futuro y de mucho más valor del que van a pagarte por él. Es una reunión de ricos, y allí no para de hablar la gente de que monta a caballo, de sus padres militares que participaban en competiciones de saltos y que subieron a sus hijas  a lomos de estos preciosos animales a los tres o cuatro años. Lo dice una tipa larga, con rojeces en los pómulos y ojos de cansada, vestida anodinamente y de la que recuerdo su pelo negro, recogido improvisadamente en una coleta, ¿o lo llevaba suelto? ¿era negro su pelo? En realidad, sólo recuerdo de ella su colgante de madera y cuero, rojizo, simbólico, y que estuvo casada con un tal Paul, o quizás fuera Frank, que era, y sigue siendo, un inglés, al que aún aprecia su padre, ya por los ochenta, porque el british ira a la cena de Nochebuena a su casa. Ah! Entonces seguís siendo buenos amigos, le dice su jefe, un hombre con cara de reptil, un hombre de negocios, un bajito enérgico, con una calculadora de algoritmos matemáticos insertada con tecnología láser en sus ojos pequeños, negros y  vivaces. El hombre comenzó a jugar al polo a los treinta y ocho años, y acaba de construir un pequeño campo para jugar a este deporte, en su casa. Es un campo pequeño, para que podamos jugar dos, dice. Tiene 55 y se mantiene tieso como una vara dura, lleva chaqueta azul y vaqueros, con su paquetito bien sujeto. conoce a gente de la farándula y veranea en Sotogrande. ¿Y de que conoces tú a todos estos famosillos? le pregunto. Me mira, con sus ojos entrecerrados, y me dice que al margen de esta vida de negocios,  él ha tenido otras vidas. No imagino cuales han podio ser. La sala se va llenando de gente e ignoro porque ambos nos prestan tanta atención. Llega un argentino de 38, quizás 35, fondoncito, amable, pelos largos rubios, canosos, con barba rubia de hace dos días. camisa a rayas, argentina, es cara y la marca es un pequeño cactus del desierto. Parece que la lleva usando hace ya unos días, pero él huele bien. Me saluda y siento su mano pequeña, un poco áspera, pero reconfortante, segura, la mía también. Me quiere invitar a un vino. Acepto. Tu eres rico, me dice, sonrío. Brindemos. Tengo una hija de dos años y medio y ahora estoy en proceso de enseñarla todo lo necesario para que cuando sea mayor de edad, sepa conseguir y gastar todo el dinero que ahora estoy invirtiendo en ella. Está claro que en esa reunión se reúne gente que adora el dinero como objeto para conseguir cosas. No me he fijado en sus pantalones, supongo que también irá en vaqueros. Me mira, me sonríe: lo importante no es ganar dinero, sino gastarlo, le sonrío, es una especie de mofa, el alcohol me incita a tirar el mundo por la ventana en ese mediodía de vino y canapés que están para chuparse los dedos. Por allí aparece también el socio de hombre lagarto, chaqueta jaspeada azul celeste, camisa blanca, pajarita y también vaqueros, de paquete ya disimulado. Sonriente, echado para adelante, brioso también, pero más mayor que el capitán de V. Pelo cano bien cortado a navaja, ojos también oscuros, y de pronto se muere por mostrar su pasión más oculta: la cartografía. Tiene dispuestos, en una vitrina, una serie de mapas antiguos, de esos que puedes comprar en el Rastro o en los puestos de libros al borde del Sena. Nos despliega uno de Julio Verne, lo debían de regalar en su día con el paquete familiar de Bimbo, que muestra el viaje de la Vuelta al Mundo en 80 días y los medios de transportes que uso el protagonista (me viene a la cabeza la serie de Willie Fox). Se afana en decirnos lo mucho que le gustan los mapas, pero no veo ninguna pieza de aquella cartografía expuesta, que llame mi atención. Miro el reloj, nos tenemos que ir, nos acompañan a la puerta, nos despedimos, son cariñosos, muy cariñosos con nosotros, de hecho nos tratan como si fuéramos los propietarios de un fondo de inversión suizo que hubiéramos reflotado su negocio, No, ¿por que no? Simplemente son educados, simplemente agradecen el haberles dedicado tiempo. Buscamos un taxi, y volvemos al principio, cuando bajábamos del taxi para asistir a otra reunión. 

Esperamos en el semáforo para cruzar la calle y alguien me da un pellizco en la espalda. Me vuelvo, son los dos personajes de nuestra siguiente reunión. El pellizco me lo ha dado mi amiga, la muñeca de porcelana de principios de siglo,. Hoy se ha decidido por un abrigo de entretiempo de Desigual, ahora que lo pienso es una cliente prototipo de esta marca. pantalones grises que van estrechándose en los tobillos y una especie de botas/zapatillas deportivas oscuras, calcetines a rayas en tonos oscuros también. Mi amiga hoy se me antoja como la música clásica contemporánea, un conjunto de sonidos dispares, atonales, a veces histéricos, sin ton ni son, lo que hace la incultura (me refiero a la mía). Besos efusivos, Feliz Navidad. 
Le acompaña un hombre joven, alto, grande, muy grande, cada vez que le veo se ha agrandado un poco más. A este hombre grande le conocí casado y con un hijo recién nacido, con una chaqueta azul con botones dorados, pantalón gris y mocasines castellanos. Ahora viste en vaqueros talla extra grande, camisa a cuadros extra grande también, luce una barba frondosa que no recorta y noto que su cabeza se ha estrechado por la zona de la frente, o quizás es que es la única zona de su cuerpo que no se ha expandido, pues el resto de su cuerpo es un mundo al que transportar de un lado a otro. Un tipo nervioso, que me aprecia y que creo que me tiene miedo, e ignoro la razón. Le van a entrevistar, el entrevistador es un chaval que entra dentro del calificativo de “majo”, un chaval joven que cree que el mundo es una especie de cuento amable inacabable del que puede salir indemne. 
Pasa la entrevista, en la que interviene también una mujer joven, tan anodina como un poste telegráfico en una carretera (no hablaré de ella), aunque tendrá su corazoncito, sus sentimientos, anhelos, miedos, virtudes y defectos, pero los puedes encontrar todos en cualquier manual de El Corte Inglés, sobre como no querer ser un ser humano. 
Pasa la entrevista y el hombre grande, muy grande, se acerca a una mesa alta a hablar con nosotros, No mira a los ojos al hablar, le cuesta mucho expresar emociones, siempre mira a su horizonte, mucho más alto que el horizonte de los hombres y mujeres de estatura media. Habla como si le faltara aire, siempre está estresado, siempre que hablo con él tengo la sensación de que yo, y el asunto que nos une, es un trámite entre dos cosas más importantes, una de ellas de la que acaba de venir, y otra a la que se tiene que ir corriendo. 
¿Cómo te va? le pregunto. 
De puta madre, responde, este año vamos a acabar con cinco millones de euros. 
Nos despedimos después de tomar dos zumos de tomate con mi amiga de porcelana que acaba de descubrir el cine japonés y a la que quiero. Y de vuelta al despacho imagino al hombre grande desnudo, metido en un jacuzzi, con unos cascos caros inalámbricos conectados a un ordenador Mac desde el que escucha  música alternativa, con una copa de vino sujeta con la mano de su antebrazo tatuado con un gran segmento ancho de tinta que lo rodea por completo. Esta quieto, con su gran barriga al aire, imposible de hundir en aquel jacuzzi, sus rodillas abiertas y flexionadas, y muerto por ansiedad. 

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