6 Junio 2019
Muchas veces me escapo y huyo de mi trabajo.
Lo hago sin decir nada a nadie.
Simplemente me levanto en silencio y salgo ensoñando que atravieso esa puerta por última vez y que jamás volveré.
Es una huida, el inicio de un viaje sin retorno, un adiós silencioso.
Que tontería, son retazos de un delirio, de un deseo, una reacción o una simple forma de responder. Una rebelión tan silenciosa que no es capaz de escapar de mi cuerpo.
No, no soy capaz de discernir si irme me daría miedo.
Estoy en ese momento de la vida cansada.
Mi amigo ha muerto, lleva ya algún tiempo muerto, tanto, y son apenas dos semanas, que ya nada queda de él, salvo, a cada uno de nosotros, sus recuerdos.
Y estuve en ese espantoso lugar de nombre tan etimológico.
Y que tristeza inunda ese adiós, tan largo que se prolonga durante horas, a él, que ya no escucha.
Decir adiós a una caja tras un cristal, imaginarle allí encerrado, inerte, inexpresivo, blanco, sin la capacidad de sentir ya su propia extinción.
Y la caja que ahora la llevan sobre un soporte con ruedas, que se me antoja frágil, a presidir, junto a un cura, una reunión. Todos le miramos a él, a la caja, y nos levantamos, nos sentamos, nos persignamos y vuelvo a observar la caja, y deseo que ceda el soporte, que la caja se estampe contra el suelo, que la tapa se abra y que mi amigo, sin ser él, se esparza sobre el escenario. Pero no ocurre. Tampoco él la abre de un manotazo y se pregunta, a voz en grito, cabreado, ¿pero qué cojones es esto?
No, mi amigo está muerto, tanto como todos los que allí ahora estamos, estaremos. Pero ahora, que el muerto es él, que ajenos nos resulta ese último suspiro, que vivos, que inmortales nos creemos, tanto que acabo observando el culo de la mujer que ocupa el asiento delante del mío y que bonito, pienso.
Y quiero salir de allí, y sacar de mis fosas nasales ese olor dulzón de la muerte y ver los colores tintineantes de las hojas locas, hartas de viento.
Pero no es igual la tarde. Entorno los ojos, buscándole, pero no está, no volveré a ver su figura, también cansada, acercarse con sus movimientos, ni volveré a adivinar, a lo lejos, su sonrisa, ni tampoco su mirada . Ya nunca podré volver a agarrar su nuca con mi mano y presionarla ligeramente.
Y sueño, y le veo venir hacia mí y preguntarme que qué cojones hago allí, qué, quién es el muerto.
Cuando no quiero estar donde estoy me voy, también cuando me desborda la realidad o cuándo, simplemente, me disgusta. Sí, eso hago. Y a veces es para dar un corto paseo o para fumar un cigarrillo. Me basta con mirarme los pies mientras ando, porque con ese simple gesto vuelvo a meterme en mí mismo.
La otra mañana no había decidido para qué me iba, pero a medida que ascendía por la acera fresca empecé a sentir ganas de una copa de vino. Así que encaminé mis pasos hacia un bareto enano que regentan dos hombres, ya entrados en años, y que saben servirlo en cristal muy limpio.
Y allí estaba. Solo y anónimo, ilocalizable para mis conocidos y ajeno para la gente que había a mi alrededor, algo así debe de ser morirse.