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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Inesperado

La cabeza de ese hombre es redonda, muy redonda. Pelo gris, antes negro, pegado al craneo. Escaso, sólo encima de la oreja derecha, la que veo desde donde estoy, desde allí rodea la nuca en una franja estrecha y debe de llegar hasta la otra oreja, su izquierda, apenas algún cabello en la parte superior de la testa. No veo su boca, tampoco su nariz, ni su barbilla, una mascarilla adaptada a su rostro con una perfección inaudita incrementa la sensación de redondez de aquella cabeza. Pero sobre ella puedo ver sus ojos, serenos, amables, color miel, pausados y profundos. Los veo a través del retrovisor del taxi. 
Le saludo y su voz suave me reconforta. No sé qué edad puede tener, pero aventuro que entre los cuarenta y cinco y los cincuenta. Va perfectamente acoplado en su asiento, cómo hundido. Creo que es bajito y tiene un vientre no excesivamente prominente, seguramente debido a que ha de pasarse sentado muchas horas al día. Hemos arrancado, le he dicho dónde voy. Ahora que le observo mejor desde mi posición trasera creo que ya ha cumplido los cincuenta, pero su tez es tersa, es de esos hombres niño o de esos niños que hacen con cara de hombre y no les varía a lo largo de la vida. Puede que ese hombre no cumpla años, o que haya decidido dejar de cumplirlos y no volver a salir de aquel taxi. El vehículo huele bien, está limpio. Es un lugar agradable. No hay ruidos y conduce con suavidad. 
—¿Y qué, ya está usted vacunado?—, le pregunto por qué simplemente siento ganas de hablar con él. 
—Con las dos dosis, señor—, me responde él con esa voz que invita al diálogo. 
—Bueno, pues entonces ya tranquilo—, le digo. 
—Pues le voy a decir, replica—, la verdad es que yo nunca he estado nervioso con esta historia que nos ha tocado vivir. Fíjese usted si no habrán subido personas a este taxi a lo largo del último año, y digo yo que alguna de ellas estaría infectada; o sea, me dice volviendo su rostro hacia mi—, que digo yo que los virus me han debido pasar por aquí, agrega haciendo un movimiento con la mano señalando el salpicadero y el espacio del copiloto del automóvil. Lleva las uñas cuidadas. Así que, por lo que quiera que sea, añade, a mí no me ha querido infectar. 
—Bueno—, le contesto, es verdad que este tema ha atacado a cada uno de una manera diferente y hay quien ni siquiera se ha enterado, gente que lo ha pasado fatal y desgraciadamente, gente que se ha muerto. 
—Y mucha—, dice él con una clara entonación de pesadumbre. Pero vamos, que yo he quitado la mampara hace poco porque la gente me lo pedía, con el calor que hace y todo el verano que queda por delante, la gente quiere que el aire acondicionado llegue hasta la parte de atrás sin trabas. 
—Sí entiendo—, le digo. 
—Bueno, también hay quien mete la cabeza en el taxi y al ver que no hay mampara parece enfadarse. Algunos ni saludan y simplemente cierran la puerta e incluso los hay que al hacerlo dan un portazo. 
-Que barbaridad—, respondo. 
—Bueno, no lo tengo en cuenta, ¿sabe? Hay gente que está muy nerviosa y hay que entenderlos, pero parece que hemos sido los demás los que hemos causado esta situación, y eso no está bien. En estos momentos es en los que hemos de ser más solidarios los unos con los otros y, simplemente, respetarnos. 
—Estoy de acuerdo con usted—, le replico no sin dejar de estar asombrado por el discurso y la forma pausada de expresarse del hombre. 
Vengo de una comida de negocios y pienso que sí, que hay gente muy nerviosa, pero no porque tengan miedo a contagiarse, sino por no poder seguir ganando dinero. No comprendo que su único afán sea ese, seguir ganando dinero, aunque ya dispongan del suficiente para poder parar, para vivir tranquilos, por lo menos, y pensando en las circunstancias, hasta que esto pase. 
El hombre se siente cómodo, es como si hubiera comprobado que puede expresar lo que piensa conmigo. Así que retoma su discurso. De todas formas, dice, es que está siendo espantoso. Han muerto muchas personas, pero muchas, y solas. Yo lo he pensado muchas veces en el taxi, la cantidad de gente que ha tenido que morir sola, y la cantidad de gente que no ha podido estar al lado de esa persona en sus últimas horas, sabiendo que no volvería a verla. Son muchos muertos. Sólo espero que alguien, alguna vez, pueda explicar esto. No es natural lo que está ocurriendo, no es normal porque el ser humano no muere solo.
—Ya—, respondo, lleva usted razón, ha sido dramático—, le digo, sin saber muy bien cómo continuar su razonamiento. Desde luego, añado, creo que hemos sido muy ajenos a ese dolor si no te ha tocado vivirlo de cerca. 
Sí, eso es, dice él. Una de las preguntas más frecuentes durante los últimos meses, ya sabe, cuando se puede dialogar con alguien tranquilamente, como con usted, es si he tenido algún familiar o alguien cercano fallecido. Me asombra la capacidad de asimilar la fatalidad. Esto está siendo como una lotería, como en la guerra, preguntar si te ha tocado un muerto en tu entorno, en fin, una barbaridad. 
El taxista parece reflexionar y se ha producido un silencio. Así que intento retomar el diálogo.
—Bueno, le digo, ¿Y cómo va el negocio?
Veo sus ojos observándome a través del retrovisor. Luego vuelve a mirar a la circulación. Bueno, mire, yo este taxi que conduzco no es mío, así que tengo que echar un montón de horas para salir adelante. Tenía mi propio taxi, pero no puede mantenerlo, así que hube de vender la licencia, bueno malvenderla, para poder salir del atolladero. 
—Vaya, lo siento—, le digo asombrado de la tranquilidad con que me cuenta su desgracia. 
—Sí, bueno, cosas que pasan—, añade. Me costó un montón pagar esa licencia, pero ya me dirá usted, con el parón que hubo, imposible, ni fondos de ayuda, ni créditos, era imposible, porque tarde o temprano has de devolverlo todo, imposible. Así que le vendí la licencia y el taxi a un chaval marroquí. Jaja, de vez en cuando le veo, coincido en alguna parada con él, y se le ve feliz. El otro día me dijo que él a mí me veía triste, y me preguntó que si era por lo del taxi. Claro que era por lo del taxi, le dije. Y ¿sabe? Ellos tienen otra forma de ver la vida, no lo entendía, lo mismo que me ha pasado a mí, le puede pasar a él pasado mañana , me dijo, y ser yo el que me haga con su taxi. Lo cierto es que estuve dándole vueltas al tema toda la tarde y parte de la noche y me dije que su forma de ver la vida era mejor que la mía. Así que ¿sabe usted? Estoy tranquilo. Nos pasamos la vida haciendo planes y sin embargo, en cualquier momento, se truncan y además por circunstancias que ni siquiera habías contado con ellas. Se te cruza un virus, se te cruza una mala persona y toda esa planificación se deshace. Bueno, disculpe, igual hablo mucho. Estamos llegando, donde quiere que le deje. 
—No, para nada, ha sido muy interesante—, le respondo, mire allí donde el semáforo. 
Busco mi cartera mientras no dejo de pensar en lo que me cuenta el taxista. Pienso en el hombre con el que he estado comiendo, buscando esas oportunidades para ganar más dinero, yendo de un lado para otro, reuniéndose y hablando. Y pienso en este hombre aquí quieto, atrapado en su asiento, aferrado a su volante, esperando que alguien levante la mano y encauce, poco a poco su vida. Y me pienso, en medio de estos dos mundos, sin saber muy bien cuáles son mis circunstancias, si controlo algo o si todo me controla a mí. Ha sido inesperado.

 

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