1 Septiembre 2021
A veces me encuentro con tiempo y no sé qué hacer con él, sobre todo cuando aparece de golpe y porrazo. Pienso que es más tarde de lo que aparenta ser y cuando miro el reloj me sobran un par de horas con respecto a la hora que mi cuerpo y mi mente sienten y en ese tiempo inesperado es en el que me pierdo.
Estoy empezando a llegar a la conclusión de que soy un animal de rutinas y que cuándo me las quitan me quedo huérfano de actos.
Hay días en los que el mundo se vuelve metálico. Sí, todo es frío y chirría, no hay cobijo alguno en el que agazaparse. Son superficies lisas, aerodinámicas, no tienes nada a lo que asirte. En conclusión, el mundo deja de ser humano y pasa a ser una estructura sin pensamiento ni tampoco sentimientos. Simplemente funciona con sus engranajes y poleas y tu vas saltando entre ellos, siempre con miedo a resbalarte.
Ayer fue un día de esos y había que comer, de ahí que fuera tan satisfactorio que el pequeño comedor del barrio volviera a estar abierto. Y allí comimos, con el austero sesentón castellano, con la alegre camarera marroquí o el enigmático cubano, alto y perdido en la nostalgia de su isla. Y de la cocina esos personajes que emergen a escena. Una latinoamericana bajita, regordeta y cetrina con un gorrito en la cabeza y otra, también latina, más arisca y más de vuelta de todo, que no parece oír a nadie pero que está en todo. Y qué bien me sentí, que en paz, que protegido, no quería que saliéramos de allí. El lugar tiene otro tipo de tiempo.