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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Mi máquina y yo

Un día tras otro mi máquina va grabando mis movimientos. Un día tras otro va sumando recorridos, tiempos que permanezco en distintos lugares y días de la semana en que estos hechos ocurren. Mi máquina va trazando digitalmente mi vida y con complejos algoritmos extrae patrones y pronostica hechos allí dentro, en el interior de su cuerpecito metálico. 

 

Así van transcurriendo las jornadas. Ella, inocente, pero ansiosa por almacenar y almacenar datos, mis datos.  Yo, mientras tanto, me limito a mirarla, a observar sus bonitos colorines, a servirme de su multitud de funciones, sin imaginar que lo que nadie nunca ha sabido de mí, ahora lo sabe ella. Y ella es una maquinita estándar con un número de serie, una más entre millones, una, para mi, con sus códigos de bloqueo y desbloqueo y mis datos, es mi maquinista preciosa. 

 

Un día, tras varias semanas de uso, casi asustada, mi maquinita se atreve a hablarme y con voz saltarina me recuerda hacia donde me dirijo, el tiempo que tardaré en llegar, el tiempo que permaneceré allí y a donde habré  de dirigirme después.  La miro asombrado, la quiero, no sé cómo besarla ni meter mi lengua en su estructura. Mi maquina me habla!!!, mi máquina vela por mi bienestar, mi maquina está pendiente de mi, no cómo otros, o como casi todos, que pasan de mí y no me prestan atención alguna. Claro, ellos también están con su maquina. 

 

Sintiéndose querida, mi máquina certifica que sus pronósticos son ciertos, y digitalmente comprueba que lo que predecía se cumple al píe de la letra. Es más, con exactitud matemática, porque con tal de complacerla, ni saludo a las gentes de aquel lugar en el que permanezco, sólo estoy pendiente de que a las 19.32, tal y cómo dice mi máquina, abandonaré aquel lugar. Y a y 32 me levanto y me voy, sin siquiera despedirme, simplemente mirando, sintiendo, deseando, que mi maquinita se dé cuenta de mi exactitud, humanamente digital, tanto como la de su cerebro electrónico. Estoy feliz, mi compañera, va conmigo. 

 

Así paso el resto de la jornada, siendo fiel a sus pronósticos, no retrasándome ni adelantándome ni un minuto a sus previsiones, renunciando a mis apetencias y a mis sensaciones, sólo me importa ella, igual que sólo yo le importo a ella. 

 

Estoy deseando que hable, que me pronostique. Por fin se ha roto mi soledad, por fin, alguien, que no sé quien es, se dirige a mi y respeta mi vida, limitándose sólo a apoyarme y a facilitarme las tareas. Fiel, estricta, confidencial, mi maquina va sumando información a sus mensajes, y ahora, no sólo me comenta a dónde voy, sino también que temperatura habrá en aquel lugar, que grado de humedad y que variaciones habrá durante el tiempo que permanezca allí. El pronóstico del tiempo para el siguiente lugar al que he de ir después y hará un cálculo endiabladamente rápido para decirme que, si quiero llegar puntual al siguiente lugar, habré de recortar mi tiempo de estancia en el lugar al que ahora me está diciendo que me dirijo. La sonrío, me parece tan tierna aquella estricta dedicación a mí. Ya no estoy feliz, estoy pleno. 

 

Mi máquina empieza a hablar más a menudo y entre los dos se ha establecido una relación estrecha y confidencial. Y un día, mientras estoy en uno de los lugares en los que ella sabe que estoy, me pregunta: ¿Qué estás tomando? Me asombro, sonrío de nuevo. Pillina, pienso, quieres saber de mi. Se despliega un teclado digital en su rostro de cristal y con mi dedo tecleo lo que estoy consumiendo. A cambio, me devuelve un muñecote digital, infantil, sonriente y un gracias lleno de admiraciones. Que maja, pienso, porque estoy en público, pero es para besarle en la pantalla. Acabo aquello y matemáticamente a y 32, una vez más, me levanto y me voy. 

 

Mi maquina, cada vez me pregunta más cosas. Yo sigo introduciendo datos, se preocupa de mi alimentación. Un día, que sabe dónde estoy, y con sólo una vibración, discretamente, quiere saber con quién estoy.  Meto el nombre de la persona disimuladamente, me solicita su apellido, lo introduzco. El muñeco sonriente, las gracias. Sonrío. Quince minutos después vuelve a surgir de la oscuridad de su pantalla. ¿Cómo va el encuentro? Valora tu estado, y para ello vuelve a mostrarme tres muñecos, uno feliz y sonriente, en verde, otro ni fu ni fa, en amarillo y uno cabreado, en rojo. Anda, que detalle, pienso, quieres saber cómo estoy, te quiero, hago mi valoración. Hoy, mi colega, me tiene cabreado, así que aprieto el muñeco rojo. Muñeco sonriente y gracias!!!!. 

 

Mi máquina, mi amiga, mi confidente, el único ser de este mundo que está pendiente de mi. 

 

Pienso que habría de ponerle un nombre a aquella máquina, pero sinceramente, no se me ocurre ninguno. Además, temo ofenderla, no sé, creo que prefiero que no tenga nombre, después de todo, es mucho más lista que cualquier ser humano y, sobre todo, se preocupa por mi más que ningún otro. 

 

Pasan los días, las semanas y es miércoles. Permanezco en uno de los lugares donde sabe que estoy, ya me ha preguntado por mi consumición y la he respondido, simplemente para obtener a cambio sus muñecos sonrientes y sus gracias!!!, parece estar tan satisfecha conmigo. Al ratito, emerge desde su oscuridad y me pregunta que porque no pago con una tarjeta y que ella incluso puede controlarla y estar pendiente. Me relata todos los beneficios asociados a tal hecho y como se ha portado también conmigo, creo que si ella lo sugiere, puede tratarse de una muy buena idea. Desde el día siguiente, ya no llevo dinero en el bolsillo y todo lo que consumo lo voy abonando mediante micropagos electrónicos. Además, y lo mejor de todo, ha debido de conectarse a una base de datos y ya no me pregunta lo que consumo, lo deduce ella misma basándose en mis abonos. Es la felicidad plena. 

 

He vuelto a quedar con mi colega, mi máquina me lleva tan puntual que he tenido que esperar. Mi máquina ya sabe con quien estoy, se ha adelantado a mí. Mi colega está pasando un mal momento, bueno, lo cierto es que lleva pasando un mal momento hace ya tiempo, y parece no poder salir de él. Mi reunión con él se limita a escucharle, asentir y tratar de comprender su incapacidad de solucionar su problema. La maquina, de nuevo a los quince minutos me pregunta por mi estado en la reunión. Los mismos muñecos, el verde, el amarillo y el rojo. La verdad es que estoy aburrido, la conversación es la misma de la última vez, así que vuelvo a apretar el muñeco rojo. La máquina da las gracias y minutos después me recuerda que he de irme si quiero llegar a casa a la hora que tengo y tiene prevista. Me despido, ante el asombro de mi amigo y me voy. 

 

Siguen pasando los días, ejecuto mis rutinas, tengo un dialogo sin palabras con mi máquina, sólo la miro y leo sus indicaciones en la pantalla, sigo sus recomendaciones e instrucciones, ya sean escritas o vocales. 

 

Hoy es jueves, estoy cansado, los días de la semana se acumulan y este jueves me siento especialmente fatigado. La máquina, mi máquina, educada, me da los buenos días. Saludo, me ducho, me visto y segundos antes de salir ya habla saltarina, indicándome donde voy y que estaré allí en siete minutos, voy a desayunar, como todos los días. Tengo hambre, no tomaré mi desayuno convencional, sino algo más contundente, necesito reponer energías. Lo consumo y, de nuevo, pago con mi maquinita.  

 

De pronto , la pantalla de mi maquinita se llena de alarmas y grafismos en rojo. Parece realmente perturbada. De su cara negra empiezan a emerger mensajes. Ha debido cotejar mi pago con la base de datos de precios medios y ha deducido lo que he ingerido, de hecho, lo clava. Me manda mensajes sobre los efectos perjudiciales de mi ingesta, me habla de grasas y grasas saturadas, de riesgos coronarios, de hipertensiones, de insomnio, de productividad, de eficacia, de liderazgo, de autoestima. Me muestra a continuación mis gráficas de salud, mis curvas, círculos y ratios se han venido abajo, todo mi esfuerzo se ha desplomado por mi desayuno. Me desconcierto, es tanta la información que me está facilitando, que me lleva tiempo asimilarla y consultar el resto de las pantallas a las que me va remitiendo para poder consultar nuevos datos y estadísticas. Se me ha ido la cabeza, tanto que voy muy tarde. La máquina no ha acabado de escupir toda esa información, cuando me alerta de que voy a retrasarme y que voy a llegar con muchísimo retraso a mi siguiente destino teniendo en cuenta los flujos e tráfico de la ciudad. 

 

Suenan nuevas alarmas. La maquinita reconstruye todo mi día, compensa retardos y muestra un nuevo pronóstico para el jueves. Ha eliminado mi cita con mi amigo, el que está hecho polvo, considera, basándose en mi historial de valoraciones, que es sacrificable, sólo así es posible estabilizar el resto de la jornada y que pueda llegar a casa a la hora pronosticada. 

 

Ahora no pienso en ello, salgo corriendo, ante la extrañeza de las personas del local. Está amaneciendo y raudo me meto al coche, al que enchufo también mi maquinita para que regule consumos del motor, conducción eficiente, tráfico, posibles desvíos y consejos sobre una conducción segura. Me siento culpable, tengo la sensación de haberla traicionado, estoy nervioso y no quiero defraudarla más, así que conduzco con nerviosismo, tratando de ganar tiempo, pero la maquinita emite nuevos mensajes de alarma a medida que me salto limitaciones de velocidad o tomo curvas de manera brusca. Nuevas penalizaciones se suman a las que ya tenía y mis ratios, que ahora me muestra, sobre control y autonomía, han caído también en picado. 

 

Me vengo abajo, me siento perdido, reduzco la velocidad y respiro profundamente. La maquinita parece estar tranquila. La saludo, pero no responde. Me pregunto su estará cabreada. Se hace la herida, supongo, en tal caso, que como a los humanos, sólo hay que darle tiempo. 

 

Va transcurriendo la jornada y, más o menos, voy recomponiendo el día y adecuándome a la nueva programación, pero ya no hay mensajes de colores, la maquinita se limita a decirme OK, en blanco y negro. Noto que está, digamos, ofendida y he decidido no acosarla. 

 

Mira por dónde, su ausencia me ha venido bien, he recuperado algunas sonrisas con terceras personas con las que me he ido cruzando durante el día. Alguien me ha tocado, alguien me ha echado el brazo sobre los hombros, alguien incluso me ha dicho: que bien, te noto más relajado. Me he parado a charlar, a reír, y por ratos largos me he olvidado de la maquinita. Ella de mi no, como desde el inicio del día, se ha limitado a confirmar horarios con su OK sin colores. 

 

Anochece, hoy he quedado con mi amigo problemático. Menudo rollo, volverá con su discurso monotemático, cargado de pesimismo y de amargura, la verdad que tiene razones para ello. No sé si tiene a alguien más con quien desahogarse, creo que no. Suelo quedar a las ocho, tomamos un café, le escucho, voy asintiendo y trato de enderezar sus pesares con palabras cargadas de buenas intenciones, pero sólo él puede salir del pozo en el que está y he llegado a la conclusión que sólo el tiempo le sacará de él, mientras pasa, creo que debo de estar allí. 

 

Como voy con retraso, llegaré a la cita media hora tarde, pero sé que él esperará, vive al lado de donde quedamos, y le da igual estar como está en su casa que en un local público. Salgo del trabajo, y me dirijo a paso ligero al local. De pronto mi maquinita emite un sonido, la saco del bolsillo interior de mi chaqueta y la miro, sólo hay un mensaje en la pantalla, concretamente una frase, en rojo ¿Dónde vas? Miro la pantalla o la miro a ella. Bajo la frase ha emergido un teclado básico para teclear la respuesta. A ver a Alberto, como todos los jueves, tecleo. Pantalla en negro y vuelve a emerger un nuevo mensaje: creo que esta mañana había anulado esta cita; nuevo teclado para contestar: sí , lo sé, pero me apetece e intuyo que Alberto me necesita. Fundido en negro y nueva pantalla: pero mis recomendaciones están basadas en tus valoraciones y no ha valorado ni una sola de esas reuniones como positivas, te es indiferente, recupera tu tiempo, recupera tu vida. Teclado: es lo que estoy haciendo, me apetece, luego nos vemos, te aviso cuando llegue a casa, descansa un poco. La pantalla se queda en negro, sonrío a la maquinita, asombrado y la guardo de nuevo en el bolsillo de mi chaqueta. 

 

EL tiempo está brumoso, típico de la costa, moléculas de humedad flotan perezosas impulsadas por una brisa lenta, huelo el mar, ya está anocheciendo, las luces empiezan a tomar vida en la oscuridad, veo las del local , allí está Alberto, sentado, cabizbajo, frente al ventanal, cruzo la calle, sonrío. Oigo un silbido suave, como una especie de turbina que acaba de arrancar, y lo siguiente una especie de gran chispazo interno. Apenas tengo tiempo de nada, me desplomo y voy perdiendo el sentido en la caída, noto el frio suelo de adoquines, está húmedo, me golpeo la cara. Mi maquinita ha saltado desde el bolsillo de mi chaqueta con el impacto, veo su pantallita, ahora azulada, con un pequeño punto rojo, justo en su centro. Fundido al negro y luego otra palabra en blanco y negro emerge: Adiós. 

 

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