El más allá es como un bar a deshoras

28 Septiembre 2009

Sola y altiva, sola y aburrida, sola, siempre sola la puta torre. Erecta, incansable, siempre con buena cara, firme, sin ceder ante nada. Un símbolo, un eje, una referencia. Una vez hecha y levantada nada la puede tumbar. ¿Hasta cuándo estará ahí? ¿Será eterna? ¿Quién la derruirá? ¿Acabará con ella un terremoto? ¿Una tormenta perfecta? ¿Quién acabará con ella? ¿Morirá de vejez? ¿Cómo será el mundo cuando esta torre caiga, cuando sea vieja o simplemente cuándo se quede bajita?

Sigo con mis muertos, y con mis premuertos. Hoy he ido a ver a uno, a una más exactamente. Una tía mía moribunda.
Nos aferramos a la vida aún sabiendo de nuestro límite, o acaso perdamos la cabeza y dejemos de ser conscientes de la mortalidad, o quizás exista la inmortalidad y en esos nuestros últimos días no distingamos un estado del otro. Pobres mortales nosotros, yendo a edificios a compadecernos de nuestros premuertos. Intentando entender el destino, creyéndonos aún lejos del final tan absurdo que es la muerte. Creemos que vivimos, simplemente porque vivimos y hay veces que lo hacemos muertos, renunciando y esquivando los problemas y las dudas. Ya tendremos nuestra agonía y durante ella nos arrepentiremos de todo aquello que deberíamos haber hecho y no hicimos.

Hoy no estoy optimista, y no es tanto por los muertos y los premuertos, sino por los vivos. Quizás por ello imagine el más allá como un bar a deshoras. Un bar semivacío con gente envuelta en sombras, gente que no se habla, que no se conoce, pero todas ellas con el denominador común de la soledad, reflexionando sobre ella, sobre como haberla evitado, sobre aquella oportunidad perdida, reclamando otra vida para no perderla. No estaría en este bar si estuviera hablando por teléfono, pero hoy no hay comunicación. En realidad somos todos torres altivas cayendo una detrás de otra.