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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Colono 44

 

2014 0611Cada quince días una mujer indescifrable en edad viene a casa a limpiar y a planchar. Es una mujer, igual es sólo una chica, del pueblo y es absolutamente sumisa. He tenido un par de pensamientos morbosos por culpa de esa naturaleza suya. Mujer o chica de pueblo, esclava del Señor, que asiste a actos religiosos y forma parte de esas legiones de jóvenes que acampan y pasan calor y frío en las misas multitudinarias del Papa cuando viene al país. Su sumisión religiosa la ha trasladado a su relación con los demás. Una mujer desperdiciada, una mujer condenada a no decidir, sólo a trabajar y a agachar la cabeza cuando se dirige a mí, siempre pidiendo perdón, disculpándose y hablando atolondradamente, por si lo que dice no es correcto. Apenas la veo, nos relacionamos por mensajes, la dejo dinero en la entrada de casa, ella viene, limpia, plancha, recoge el dinero y se va, y si necesita productos de limpieza me deja una nota, siempre pidiéndolos por favor, siempre suplicando. 

Ah, no estoy en la buhardilla, estoy ahora en mi presente, pero volveré a ella, algún día.

Bueno, esta mujer sumisa viene a limpiar y a planchar la casa cada quince días, y cada quincena, en su afán de quitar el polvo de todos los rincones, consigue mover los cables de la antena del televisor, de tal forma que cuando la enciendo por la noche no tengo imagen. 

En esos momentos me cago en diez, digo en voz alta ¡joooder!, me levanto del sillón y voy hasta la parte posterior del televisor a tantear la antena. Normalmente me bastan un par de movimientos del cable para que sonido e imagen vuelvan a la pantalla, pero he aquí que el otro día, o sea, hace unos días, el cable no había sido movido, simplemente se había desenganchado y yacía en el suelo. 

El ¡jooooder! fue más profundo, tuvo cuatro os. De nuevo me levanté hacia el televisor, y me cuesta, pues cuando me siento en el sofá me quedo hundido, con todo hecho y con la previsión de que no me tendré que mover de él en un buen rato. 

Apenas veía allá atrás.  Tanteaba montones de cables, los recorría con los dedos, notando como el polvo y la suciedad se quedaba adherida en las yemas. Busqué un mechero para poder alumbrarme en aquel laberinto de cables. Fogonazos de luz me permitían ver el enjambre eléctrico. Hacía calor, sudaba, resoplaba, encontré la antena y ahora tenía que decidir por que agujero clavarla. No leía los letreros que había bajo cada uno de los orificios disponibles, cogí mis lentes, de nuevo el mechero “out”, deduje que tenía que ser por ahí. Introduje el aguijón de la antena en aquel orificio, pero la pantalla seguía en negro con un pequeño cuadradillo rojo en una esquina. Metí aquel aguijón con saña, las gotas de sudor me resbalaban por la nuca, más resoplidos, congestión, hartura. Lo introducía con saña, movía el cable, lo recorrí entero, nada, no había imagen ni sonido. ¡A la mierda!, pasaría de la tele, después de todo sólo dan porquería. 

Me senté en el sillón y traté de recuperarme de mi sofoco. Esperé un ratito antes de pensar en qué ocupar el tiempo que, teniendo la tele, mataría de manera miserable. 

Peo la tele tiene esa capacidad seductora, que digo seductora, es una jodida droga a la que sucumbimos como grandes adictos. Hoy puedo pasar de la tele, pero ¿y mañana? 

Sólo quiero tener la certeza de que cuando quiera, la pueda encender. De pronto me he acordado de que en el sótano de casa quizás tenga una antena.

Y aquí debería comenzar la historia que quería contar que, en realidad, es sólo una sensación. Todo lo anterior es un contexto que me resulta inevitable narrar. 

¿Conocéis mi sótano?  Si no es así, trabajad un poco, hablo de él en algún artículo anterior, buscad. Mi sótano, ese espacio deshabitado húmedo, siempre en obras tratando de secarlo. Mi sótano oscuro, al que has de descender en negro, pues has de llegar abajo para poder dar al interruptor que enciende una mortecina bombilla. Todo queda amarillento y muerto. Me adentro por zonas recónditas de él buscando unas cajas en las que sé guardo cachivaches. Es una zona con el techo mucho más bajo que el resto, por lo que tengo que ir corvado. Veo las cajas, remuevo los objetos de plástico, de metal, cables, enchufes, almohadillas de sillas, de tumbonas, regalos que me hicieron no recuerdo quienes, televisores antiguos, cajas de ordenadores, juguetes de mi hijo, míos, lámparas inútiles, colecciones de fascículos, carpetas con facturas y papeles enmohecidos, cuadernos viejos, diccionarios de mi bachillerato, trozos de muebles, el árbol de Navidad de plástico, el Belén, los adornos, vajillas de café ridículas e imposibles, jarras viejas, veleros, viejos marcos de fotos, cuadros que pinté hace tantos años, sillas plegadas de visitas que nunca quise que vinieran, maletines, cartapacios, no quiero mirar más. Rebusco en las cajas, cada vez que muevo algo suena seco, como si se quebrara la estructura molecular de mi pasado. Desacoplo algo y todo vuelve a asentarse entre crujidos. Me fijo en la pared lateral. hay una legión de pequeñas moscas o quizás mosquitos, capaces de vivir en aquel lugar frío y pegajoso. No se inmutan con mi presencia, deben de ser seres ciegos, sordos. Oigo mi respiración, jadeo, me duele la espalda de estar encorvado. He vuelto a empezar a sudar. Y de pronto me evado, y de pronto yo no estoy allí, y de pronto me he muerto e imagino a mi hijo siendo yo, a mi hijo ordenando mi pasado, decidiendo que hacer con los enseres de su padre. Me imagino a mi hijo recordándome a través de aquellos objetos y me intriga qué piensa. Me intriga que decide hacer con ellos, si tirarlos, si conservarlos. le imagino perplejo, incapaz de dar valor a nada o a quitárselo, me imagino a mi hijo pensando en su padre, ese objeto imposible y escurridizo, me imagino a mi hijo sonriendo, reviviendo esos fines de semana conmigo, riéndose de mi nevera con muchos productos caducados, me imagino a mi hijo sentado en ese sótano, rodeado de todo aquello, sin saber que hacer, atorado, bloqueado por todos aquellos objetos sueltos, sin orden ni concierto, pequeño trocitos de una vida desordenada y llena de ansiedades, de miedos y equilibrios, una vida buscando siempre su normalidad, su rutina, sus tiempos muertos, tan creativos, tan ricos. Dejo a mi hijo en el sótano, deseando que me añore y que me eche de menos. No encuentro ninguna antena. 

 

 

 

 

 

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