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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Apartamento 9

¿Y que creéis que ocurrió?
Bueno, aquello fue un desastre. Llegamos al recinto de la empresa y después de pasar un sinfín de controles nos vimos dentro de una pecera con un tipo muy bien vestido pero vulgar y tres locas treintañeras de frágil cerebro. El tipo no estaba inquieto en su silla, más bien estaba tirado en ella, la camisa medio salida, como si en vez de un puto trabajo de oficina hubiera estado acarreando ladrillos en una carretilla. Las chicas sí se movían más, permanecían erguidas, pendientes de sus indumentarias y, como hacen todas las chicas de ese estilo, observándose unas a otras, copiando, odiando. I. no fue menos y allí se plantó, con su indumentaria y con ese arrojo pasional que sacaba en esos momentos. Abordaba a los demás, rompía su escudo de intimidad, y no paraba de reír, como si aquella reunión, más que de trabajo fuera un encuentro para contar una anécdota. I. era como un camaleón gigante encima de la mesa. No sabías si te iba a dar con la cola en un giro inesperado o te mostraría su boca llena de finos dientes tras girar su cuello.

I. llevó la batuta. Fue pasando las páginas de la presentación vendiendo la idea, no en forma lineal, sino con grandes aspavientos, buscando en sus receptores aprobación, admiración, un ohhhh, que no mostraron en ningún momento. Yo observaba desde la retaguardia y puedo decir que la idea les gustó e incluso les asombro. Saco está conclusión porque no entablaron diálogo, se dejaban guiar por nuestro criterio, como quien escucha un cuento de final expectante e inesperado. Pero como suele ser habitual en estos ambientes, nadie lo reconoció y en seguida empezaron a emerger las calculadoras, único factor (el dinero) válido hoy en día. Llegó el momento de los costes.

¿Cuánto vale una idea? No recuerdo bien si ofrecieron alguna cantidad por apoderarse de aquella, pero creo que sí. Desde luego debía de ser mucho más pequeña de la que habíamos imaginado pero, pensé, al menos es dinero. Si salimos de aquí sin un pacto, ellos tendrán la idea y sin costarles un duro. Por el contrario, si pactamos, tendrán la idea y encima nosotros algo de dinero o, al menos un compromiso de ellos. Yo pensaba que I., mujer tan perspicaz, habíase dado cuenta del matiz psicológico de los asistentes a la reunión y que, obviamente, entraría gustosamente a regatear el montante de su oferta. Pero he aquí que esta capacidad de observar a los demás y apercibir qué pueden estar pensando o sopesando, no es muy habitual en la especie humana, a pesar del pedazo de materia gris que albergamos en la testa. I. cerró el ordenador portátil, no con violencia, pero sí con determinación, mosqueada, cabreada, ofendida, por la oferta planteada por ellos. La reunión acabó abruptamente, ni siquiera me di cuenta de que se terminaba. Yo, que pensaba que iba a ser larga y fructífera, simplemente me hube de poner en píe, pues todo el mundo parecía hacer lo mismo.

I. que entró derrochando amabilidad y sonrisas, ahora avanzaba por aquel lugar con una cara severa, seria. Avanzaba como la proa de un buque enorme en medio de un puerto deportivo. Estábamos ya en la calle. Miré a I. y sonreí. Por su boca comenzaron a salir insultos y despropósito a cerca de los colegas con los que habíamos estado reunidos. Aquello se había acabado.

A I. le obsesionaba una cosa, que aquellos tipos le robaran la idea. Yo ya le había dicho que era imposible no correr ese riesgo, pero que no se preocupara, que el problema no es que te roben una idea, sino tener otra.
Aquello acabó con un burofax de I. a aquel tipo, casi amenazándole con que se cuidara mucho en poner en practica aquella idea sin su consentimiento.

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