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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Simplemente comer

Comer, se ha ido convirtiendo para mí uno de los actos más íntimos de mi existencia. Comer es el tiempo del alimento, el tiempo, casi sagrado, de nutrir al cuerpo, y por tanto, a la lógica del alma. Comer, para mi, requiere humildad, comer es un momento de reflexión, es el momento de tratar de comprender nuestro maravilloso organismo, su bioquímica, la acción de nutrientes, proteínas, grasas, carbohidratos, vitaminas, minerales, aminoácidos. Comer es imaginar nuestro riego sanguíneo transportando sustancias y reconfortando a recónditos rincones de nuestro ser físico. Comer es, si fuera creyente (a lo mejor lo soy), un acto de encuentro con algún dios o, al menos, con la naturaleza que, paso a paso, ha moldeado esa maravillosa ingeniería orgánica que somos. En definitiva, comer, para mi, afecta al alma y no al estómago. Algún dios, dio sabores al momento, sabores complacientes para agradecernos la concentración y la reflexión. Por esto que siento y expongo, odio a los troncos comilones que sólo aprecian el sabor, e incluso lo hacen con soberbia, despreciando aquel o aquellos que, a su juicio, el de los cerdos que sólo se deleitan comiendo, no satisface sus gordas papilas gustativas. 
De hecho, me cuido mucho en decidir con quien como, y cada día más. No estoy dispuesto a que cualquier mequetrefe me robe la paz durante la hora de la comida, básicamente, porque después hago mal la digestión, o me duele la cabeza o se me hincha el vientre, y lo que hubo de ser un placer, acaba siendo un martirio, normalmente aburrido y sin sentido. 
Me gustan los alimentos básicos, disfruto de los sabores originales sin que estén escondidos en emulsiones o mezclado con otros sabores o complementos, fetos paridos por las mentes delirantes de esta nueva raza de cocineros soberbios que quieren ser artistas o genios. 
El día es especialmente caluroso, de esos calores pegajosos, agobiantes, de esos que se meten por la boca y quieren secarte el organismo. Voy con dos negociantes de la comida, dos hombres cuyas vidas parecen girar en torno a la comida y al dinero que se puede sacar de convertir una exquisita y pura capilla románica en una ostentosa catedral barroca . 
Me llevan a comer, excitados, saliveantes como perritos de Pavlov a un restaurante que acaba de abrir, —dice uno de ellos—, el ex cocinero de un hotel de lujo de la ciudad. El local, que está vacío, lo conduce éste último, junto a su chica, que hace de maître y camarera. Ambos (los del local), parecen tristes y aburridos, supongo que porque aquel lugar, a pesar de las exquisiteces que se me pronostican, no tiene clientes. 
Uno de mis comensales elige el vino. Consulta la carta de los caldos, una difícil elección, piensa, reflexiona, no se decide, parece haber nacido en el seno de una estirpe de cultivadores de uvas, narra los pros y los contras de unos y otros, la camarera espera paciente, y más aburrida. Me pregunta, le respondo que no tengo ni idea, que a mi sólo me gusta beberlo. Vuelve a pensar, recorre con la yema de su dedo índice la carta de los vinos, parece pensar ahora para sus adentros. La ostia, pienso, elige el puto vino de una puta vez. Al fin se decide, no recuerdo su nombre, exquisito. 
A partir de aquí comienza el recital de platos de degustación. Alimentos pequeños, escondidos entre complementos de colores y sabores. Me recuerda a las clases de trabajos manuales con plastilinas de colores. 
Estos dos idiotas han sacado sus móviles y a cada nuevo plato que llega a nuestra mesa, no dudan en fotografiarlo y subirlo a las redes sociales. Ya sabéis, las redes sociales están llenas de platos de comida, de dulces y de pasteles, hemos decidido ser gordos y mostrar al mundo como vamos a conseguirlo. Pienso en lo inmoral de todo esto, pienso en el hambre, en los críos desnutridos, en las familias con pocos recursos, en la pobreza alimenticia. Estos dos comen como animales primigenios. Mastican exageradamente, les importa poco el alimento, buscan los sabores. No sé de que conversan, o sí, de los platos, el uno trata de llamar la atención del otro sobre aspectos, detalles, matices. A mi me tratan como a un niño pequeño. De vez en cuando me preguntan si me gusta. Les lanzo una media sonrisa, tratando de que vean en ella reflejada lo estúpidos que me parecen. Tengo la sensación de que se sienten orgullosos de haberme podido mostrar este altar de la gastronomía. Es fácil desdoblarme. Un yo les complace de vez en cuando, el otro, el mío, decide aislarse y, simplemente, comer. Aún hay más, y sigue mi tristeza. 

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