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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Pues normal, nada en especial

Ayer no hice nada especial, o eso me pareció a mí. Pero esta mañana he cambiado de opinión. 

A veces no nos damos cuenta de lo que tenemos, es tan rutinario el bienestar, y tan exigente también, que acabamos por perder la noción del valor que tiene la tranquilidad que proporciona. 

Venía esta mañana a trabajar pensando en haber perdido el tiempo el día de ayer. Pero, a eso de media mañana, he salido a tomar un café con una persona del trabajo y, entre tontunas y tontunas, me pregunta: ¿Qué tal tu día de ayer?

Yo miro a esa persona y enseguida torno mis ojos hacia dentro, hacia mi cerebro, y hago un ejercicio memorístico tratando de construir un relato de la jornada. 

Me levanté tranquilamente cuando mi cuerpo decidió despertarse, y no fue muy tarde porque él, mi cuerpo, quería aprovechar la mañana soleada de cielo raso, lo que, una vez más, me demostró que parte de las neuronas del cerebro residen en nuestro cuerpo, pues fue él el encargado de tirar de mi voluntad.  Bajé a la cocina, me hice un café y deambulé por mi caserón repasando habitaciones y comprobando que ningún espíritu había cambiado nada de su lugar. 

Una vez hube terminado esta tarea, vital y realmente placentera para mí, cepillé mis dientes, lavé mi cara, me enfundé un viejo chandal, mis zapatillas gastadas, un buen chaquetón y me lancé al camino banco, a paso brioso, a andar un buen rato. Pero antes paro en mi tasca favorita, con sus parroquianos guturales, con su chimenea postiza pero que tiene llamas. Allí me saludan y reconocen y me sirven un café y un vaso de agua. Son mis diez minutos comunales. Es ese pequeño ratito en que me siento, aunque postizo, parte de una comunidad. 

En el camino hacía frío, pero ¿qué hay más placentero que ir abrigado y notar la baja temperatura en la cara?  Mis músculos se fueron tensando poco a poco y mis huesos y tobillos, que parecieron sentirse incómodos en los primeros metros, acabaron dándose cuenta de que aquel ajetreo iba a ser medianamente prolongado, así que acabaron por entrar en calor, lubricarse y cumplir su cometido de la mejor manera que supieron. Así pasé una hora y media larga, respirando.

Como casi siempre, apenas me crucé con nadie en el rectilíneo camino, salvo con el padre y su hijo y sé de su parentesco por el enorme parecido entre ambos y por su gesto adusto.  El padre debe rondar los setenta años, es de cuerpo menudo, flaco y duro, piernas arqueadas, anda recto, aunque su espalda comienza a arquearse levemente hacia adelante por el peso de la vida. Arrastra con él, y aquí debe de haber también parte de ese peso, a un hombre más joven, pero ya maduro, su hijo, más alto que él, más grande que él y con algún tipo de tara mental que refleja en su rostro, en sus orejas grandes, en sus pasos más indecisos. Ambos caminan en silencio, y creo que lo hacen todos los días, los seis kilómetros, de ida y vuelta, de ese camino. Haga sol o haga frío, flote la niebla, se pose la nieve o empape la lluvia fina, indefectiblemente, a esa hora, siempre están recorriendo el camino. Les saludo, y ellos a mí, pues han aceptado mi conocimiento de ellos con su sequedad castellana, que no quiere decir que esté exenta de cariño. 

Mis cosas no han sido movidas por los espíritus en casa y por el camino andan el padre y el hijo, todo está tranquilo en el día de hoy. 

Hago los últimos cien metros de mi caminata previendo el momento de detenerme y su satisfacción. Mi cuerpo ya intuye el placer de sentarse y comienza a lamer las mieles de su tranquila recuperación y mientras él cabalga a sus anchas en sus pensamientos, yo imagino la reconfortante ducha de agua caliente. 

Entre unas cosas y otras, esponjoso y con el cuerpo plácidamente dolorido, me dispongo a trazar el resto del día. Y lo que queda lo pasaré en casa, sin saber muy bien aún cuál va a ser la distribución del tiempo. Como lo primero es lo primero, toca servirse una poco de vino tinto y saborear tan amable líquido contemplando el horizonte desde la cocina de casa. Siendo esta la situación, preveo que puede ser una opción aprovechar este anormal sol invernal y, como una lagartija, con la espalda apoyada contra el ladrillo de la casa, aposentarme frente al astro libro en mano. 

Es lo que decido mientras tomo un sorbo de vino y planeo una comida frugal, pero no exenta de valor nutricional. Así que ni corto ni perezoso, saco de los anaqueles más profundos del hogar una de los dos woks que poseo y suavemente, dejándome mecer por los efluvio etílicos, me pongo a pensar en la variedad de verduras que puedo usar para el guiso, si así se le puede denominar. 

Mientras pienso, y dado que el día se muestra luminoso y brillante, deduzco que la jornada es propicia para poner en marcha la lavadora, y así procedo. Extraeré la ropa con mimo, pienso, me aseguraré de estirarla por sus costuras antes de colgarla en la cuerda. Sonrío, la mañana está saliendo perfecta. 

El wow es un éxito, o a mí me lo parece. Lavar los platos y utensilios, un café y quince, quizás veinte, minutos de siesta y cuándo la luz comienza a intuir su tono dorado final, salgo a leer a la terraza. Por tres veces me cambio de lugar, buscando el más placentero siguiendo la trayectoria del astro. 

He acabado el libro que me traía entre manos. 

Comienza el día a declinar, un bostezo, se levanta algo de aire, comienza a hacer frío, que llega como el peligro o como el miedo. Ya es hora de encerrarse en casa, dejarse llevar por la música que te lleve hacia otro leve y corto sueño y dejar que el día muera, a su ritmo, como un muerto plácido, feliz, satisfecho de la vida vivida, Primeras luces eléctricas. 

La persona con la que estoy me mira y no, espera mi respuesta a su pregunta: ¿Qué tal tu día ayer? 
—Normal, nada especial—, le respondo. 
 

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