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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Huyendo hacia el suroeste

Para los que se han incorporado tarde, el mundo anda autoextinguiéndose. Y a mí, además, me pilla en plena decadencia, es decir, abocado también a mi extinción. Con ello, mi supervivencia no tiene asidero alguno. No hay robustos salientes en esta pared, sino areniscas y barros blandos, por lo que la caída al precipicio es inevitable. 
Mientras todo esto llega, aún me queda la placidez de los días como hoy. Días que parecen normales, días como lo eran los de hace décadas, en los que las horas monótonas pasaban lentas y sin sobresaltos. 
Como todas las mañanas, aún con la taza de café en mi mano, he subido a saludar a Leopolda. Es un saludo silencioso, una mirada no exenta de cierto temor y más bien empujada por la curiosidad. Leopolda se ha metido en un minúsculo agujero de la pared. De su tela de araña de ayer y de los pequeños insectitos atrapados en ella no hay ni rastro. Deduzco por tanto que Leopolda ha creado en ese agujerito su despensa y que se ha tomado el día libre satisfecha al tener el frigorífico lleno. 
La dejo a su aire, con su abdomen asomando del orificio y hago una rápida inspección del terreno. Todo está tranquilo bajo la manta de hojitas doradas y húmedas que cubren el suelo. Las plantas que no mueren con el frío parecen haberse quedado quietas y hay una tensa espera vegetal, como un letargo de mínimos vitales que auguran el invierno. No hace aire, pero hay nubes pesadas, grises, como los vientres de galeones que viajan despacio, casi imperceptiblemente. 
A la vuelta hacia la puerta de casa veo a uno de los gatos. Ni se inmuta de mi presencia. Ha ocupado la caseta del perro y disfruta del cojín mullido medio dormido. No está dispuesto a discutir, ni a defender su posición, simplemente pasa de mí. Parece decir: hola colega, déjame vivir en paz que parece que es lo mismo que tú quieres.

Vuelvo a casa con una sonrisa y decido irme a correr. Siempre me da pereza y creo que no razono sobre los porqués de ese esfuerzo. Simplemente me cambio de ropa cómo con la mente en blanco y cuando me quiero dar cuenta, ya estoy, step by step, haciendo metros, respirando y dejando que los pensamientos se crucen en desorden en mi cabeza. Hoy apenas hay nadie en el camino. El día plomizo, los charcos y la humedad que hay en el ambiente no invitan a recorrer el campo, pero aun así me he reencontrado con el padre consumido y su hijo con algún síndrome y, ¿cómo no?, nos hemos saludado cortésmente y quiero pensar que a ellos les ha producido tanta alegría como a mí el reencuentro. 
El día ha ido abriéndose. Los grandes buques flotantes parecen haber fondeado sobre mi cabeza y entre sus cascos se ha dejado ver el Sol proporcionando ese calorcillo que ya se nota más lejano. Me he dado cuenta mientras tomaba un vino en una desierta terraza, rodeado de gente con su antifaz inferior, sin saber qué decirse, como en los cuadros de Hopper, mirándose extrañados, como locos que han dejado salir al exterior, con sus cuellos estirados y alertas a lo que ocurre a su alrededor, igual que pájaros. 
Como, y el Sol decide quedarse entre los navíos, así que he decidido leer un buen rato bajo su benevolencia. La quietud es total, no hay ruidos. He podido escuchar a grupos de aves jugueteando en un abeto, escondidas entre sus ramas y hasta las almohadillas de un gato negro que, a cierta distancia se ha sentado a mi lado, a descansar, a lamerse, a pensar. Y también, gracias al silencio he podido observar migraciones, perfectas, agotadoras. Las he observado sobre mi testa y las he seguido su huida hasta que las he perdido en el horizonte, viajan hacia el suroeste, hacia otros lugares que se antojan, ahora más que nunca, lejanos. 

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