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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

El desnudito

Yo le calculo unos ochenta años, quizás algunos menos, pero no creo que muchos menos, casi aseguraría que supera los setenta y cinco. 

Bueno, imaginaos un bebé de esa edad. No es difícil. Los bebés  son regordetes, rollizos, de carnes blancas apelotonadas y formando mollas esperando que el cuerpo se estire para acoplarse.  El hombre, igual que los bebés está pelón e igual que ellos tiene los ojos de un azul líquido. Y también igual que ellos tiene una sonrisa afable en su cara y un gesto que habla de tranquilidad. 

Vale, ahora imaginaos a ese bebe con una estatura de un metro sesenta, o setenta, más o menos, y andando, no a gatas, sino erguido, pero con lentitud e inseguridad, como un gran muñeco hinchable al que le cuesta aposentar su peso sobre los pies. También imaginad que en vez de pañales, aquel hombre bebé o bien ese bebé hombre lleva puesto un amplio traje de baño de tela estampada con vivos colores y motivos tropicales. Avanza ligeramente encorvado por el borde la piscina hacia su destino sujetando en su mano derecha una pequeña toalla, unas gafas de natación y un gorrito de goma. En su camino va cruzándose con los socorristas que, con una sonrisa en la boca que expresa cariño y cierta admiración, le van saludando. Él asiente a los saludos y con su mano libre devuelve levemente alguno.  

A veces estoy nadando cuando el llega y cada vez que saco la cabeza para respirar le veo recorrer el perímetro de la poza. Otras veces yo ya he salido del agua y el sigue nadando y también le miro. El va a lo suyo, es como un juguete de goma enorme con un pequeño motorcillo que le hace avanzar muy despacio, mientras mueve los brazos y ligeramente las piernas. Lo cierto es que es encomiable la fuerza de voluntad del personaje para vencer la pereza, no cabe duda.  Pero si por algo me fijo en él no es por ello, sino por el hecho de que cuando nada con su cuerpo semihundido como un naúfrago incansable tratando de ganar la costa, el traje de baño, literalmente, se le baja hasta los muslos y puede verse bajo el agua su magnífico culo blanco 
en toda su plenitud. Ignoro de que endiablada manera la prenda no acaba perdiéndose en la profundidad de la piscina y con qué peripecia permanece sujeta al hombre, al que persigue enredada entre sus piernas, como la bandera sumergida de un barco hundido a merced de las corrientes.

Este hecho lo he podido constatar en varias ocasiones, estando yo dentro del agua, igual en la calle de al lado, o bien fuera de ella, al irme. Y como yo todas las personas del recinto son conscientes, pero nadie nunca ha hecho la menor mención al hecho. En realidad, creo, o así lo asimilo yo,  que es como compartir piscina con una bebé desnudito que acaba de descubrir sus orígenes como especie. 

Ignoro la razón por la que ahora me viene este hecho a la cabeza. Quizás debería estar reflexionando sobre cosas más graves. Realmente y viendo cómo andan las cosas por ahí fuera, me siento privilegiado de poder estar en casa, bajo un techo, en silencio, viendo tranquilamente el paso del tiempo y acordándome de este señor. 

Algo está cambiando en mí. Poco a poco siento la transición hacia nuevos espacios y momentos. Comienzan a emerger tímidamente como ese resplandor, quizás sólo hipotético, de la claridad en medio de una oscura tormenta. 

Mientras espero que se confirme la calma, eso, sólo espero, pues el esfuerzo de mantenerte en pie en el ojo del huracán me ha dejado agotado y lo peor de todo, sin apenas imaginación, pues no cabe en las tormentas devastadoras, dentro de las cuales todo tu ingenio lo dedicas a sobrevivir. Así que no soy capaz de visualizar nada paralelo, ni siquiera un deseo; me limito a esperar, a lo mejor con cierta impaciencia, esta etapa venidera. 

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