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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Una burbuja

Pues ya pasó septiembre y con el mi renacimiento o, en otras palabras, mi cumpleaños. Hasta ahora no me había dado cuenta  de que la fecha coincide con la igualación de la duración del día y la noche. Doce horas consume cada uno. Eso puede respaldar mi signo del zodíaco, que es el Libra, y ya sabéis, lo del equilibrio, el consenso, la concordia y la ausencia de conflictos. Y me pongo a reflexionar sobre ello y es verdad. Me impongo ese estado, el del equilibrio. Soy de esas personas que han de tener todo a su alrededor controlado, o al menos tranquilo. Cualquier pieza que se desencaje o rompa ese estado, consigue perturbarme. Pero cuando digo cualquiera, es cualquiera. Por ejemplo , tener que llevar el coche al taller, una carta o comunicado sobre un problema de pago, abrir la nevera y darme cuenta de que he de hacer compra, cualquier tipo de incidente, sea minúsculo o grande, en el trabajo, un atasco de una cañería, una bombilla que se ha fundido, yo creo que hasta tirar la basura. Bueno, puede resultar exagerado desde fuera, pero es así. Debo de tener algún tipo de patología mental que me impide disfrutar de estar si en mi subconsciente soy consciente de que he de resolver un problema. Por supuesto, unos del esos conflictos que rompen mi linealidad es mi cumpleaños. 

Mi renacimiento siempre me pone un poco triste. No, no es por cumplir años. Es por la sensación extraña que me crea. Es cómo si la efeméride fuera una muestra clara de la distancia tan abismal que hay entre lo que debe sentir un renacido con una vida satisfactoria y lo que yo siento. En definitiva, desearía no tener cumpleaños. No debería haber dicho a nadie en que fecha nací, ni siquiera a mi familia, de esa forma pasaría desapercibido. Me mandan mensajes gente de la que no sé nada durante el resto del año. Supongo que lo hacen porque les apetece, supongo que lo hacen porque suponen que ello me va a proporcionar una enorme felicidad y, la verdad, salvo los que recibo de un minúsculo grupo de gente, el resto me da igual. No hay nada más patético, al menos para mi, que tener que responder simulando alegría y entusiasmo. Además, los mensajes te llegan indiscriminadamente y si la efeméride ocurre entre semana, te rompe el ritmo de trabajo. De pequeño, mi madre hacia una fiesta de cumpleaños para mi hermana y para mi. Apenas si recuerdo nada de ellas, apenas recuerdo si aquellas celebraciones me hacían ilusión o no. Supongo que algo, aunque sólo fuera por los regalos. Aunque tratándose de mi madre, creo que ni eso. Y lo digo porque una vez, y esto sí lo recuerdo, solicité para mi cumpleaños un globo terráqueo. Me haría falta para estudiar, supongo, o simplemente tenía tantas ganas de huir de mi casa que quería ver lo grande que era el mundo. Esperaba un globo terráqueo con luz, que por aquel entonces ya los había así. Y sí, me llegó el mundo, pues el paquetón encima de la mesa lo evidenciaba. Lo abrí, y efectivamente ahí estaba mi mundo, pero uno del siglo XVI o XV, con dragones y serpientes de mar ilustrando los océanos, un mundo de trazos aproximados de sus costas, un mundo con un fondo amarillo de papiro, con paralelos arcaicos y con escasas ciudades, las de aquel siglo. Un mundo sostenido sobre un soporte con tres pies de madera y encajado dentro de un aro que lo circundaba y en el que aparecían representados los signos del zodiaco. Una puta bola del mundo decorativa y fui tan buen chico que supongo que diría que me encantaba mientras ocultaba mi frustración y crecía mi deseo de abandonar aquel hogar. Mi cumpleaños. Menos mal que ahí estás para salvarlo, para hacérmelo vivir tal y como debería de ser. Allí está, con sus regalos, mirándome con sus ojos ilusionados mientras desgarro los papeles de colores para indagar sí en los míos también se refleja la misma ilusión. Resulta tierno, una burbuja confortable. Un espacio para resoplar del que no dan ganas de salir. 

 

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