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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Colono 11

Los cafés y las cervezas después del trabajo se intensificaron, y digo se intensificaron porque yo no solía participar de ellos, pero de manera casual me comencé a sumar a tomar algo por la tarde, y todo, porque a veces se quedaba ella. Pero cuando lo hacía, apenas si me prestaba atención, solía agruparse en el corro de las chicas y reír con ellas, mientras yo tenía que aguantar las baladronadas del grupo de los machos. Aún así, notaba que me prestaba atención cuando hablaba o hacía algún comentario. 

Tomé conciencia de que aquella mujer me atraía. De pronto, los pensamientos sobre ella sobrepasaron los espacios del trabajo y comencé a rememorarla cada vez en más momentos. Su cuerpo larguirucho escondido bajo su ropa venía a mi mente una y otra vez. Comencé a imaginar su tetas que intuía pequeñas, sus muslos alargados y pálidos, sentía deseos de acariciarlos hasta hundirme en su sexo. S. con su aspecto melancólico, S, que no era guapa, más bien misteriosa, una especie de muñequita a medio hacer.  Una gran nariz, una boca torcida y unos ojos pequeños y apagados.  S. y sus bracitos nervudos, casi transparentes de codos huesudos. S. de aspecto frágil como su semblanza. S. me gritaba cógeme, abrázame, hazme tuya, protégeme. 

Como un colegial, la idea del lunes comenzó a transformarse en una ilusión, y todo porque allí estaría S. Los días pasaban y creo que S. también notó mi mayor cercanía y para mi alegría no noté ningún rechazo por su parte, muy al contrario creí percibir que le resultaba agradable. Sin embargo, no era capaz de dar el paso. No se trataba de timidez, sino de miedo al abismo que intuía podría significar entrar en el mundo de S. En realidad, creo que imaginaba que podía ser como meterse en la boca una gorda guindilla picante. 

Por alguna razón, que no recuerdo ahora, todos los miembros de la empresa nos reunimos a cenar. Puede que fuera por Navidad, recuerdo que hacía frío. Tras la cena nos trasladamos a tomar unas copas a un local que hacía esquina. Un local estrecho y profundo. No sé que pasó, no sé como se fue construyendo el hecho, pero en la madrugada yo llevaba a S. a su casa en coche. No recuerdo de qué hablábamos, sí recuerdo conducir despacio, dejando que los semáforos me hicieran frenar sintiendo ese típico cosquilleo en el vientre que imagino S. era capaz de percibir. S., sentada a mi lado, había bebido bastante, pero tenía la capacidad de mantenerse erguida y con sobria apariencia si se la dejaba sola y no se interaccionaba con ella. S. tuvo ganas de una Coca Cola, sin duda para contrarrestar el alcohol que había ingerido. También recuerdo como la luz blanca de la gasolinera donde compramos la lata hirió la penumbra del habitáculo del coche, y la propia lata abierta encajada en el salpicadero. Fue al salir de la gasolinera, sin pensarlo, dejando de lado todos mis temores, a cara o cruz, fuera razonamientos, nada de proyecciones y consecuencias, sucumbiendo al deseo: —Oye, ¿te llevo a casa o vamos a mi casa y dormimos juntos? S. pareció no inmutarse. Nunca sabré si esperaba o deseaba aquella pregunta. Después me he preguntado cuantas veces le habrían hecho esa pregunta a S. en cuantos coches. Con el tiempo me di cuenta que S. buscaba desesperadamente a alguien, y creo que lo sigue buscando. 

Follamos y dormimos juntos. Creo que lo hicimos, o lo hice, con furia, queriendo descubrir todo aquello que ansiaba, con rabia. A la mañana siguiente recuerdo un desayuno muy silencioso en un local cercano a la oficina y antes de ir al trabajo. Nos mirábamos, quizás preguntándonos que había ocurrido, o quizás pensando, ¿y ahora que hacemos? Lo que no sentí en S. fue alegría. 

Seguimos viéndonos. a mi me gustaba acostarme con ella, pero siempre tuve la sensación de que ese deseo era mucho más acentuado en mi. Ibamos al cine, salíamos a cenar, de copas con amigos, teníamos sexo, teatro, exposiciones, algún viaje, pero S. guardaba algo, no se entregaba plenamente, ni se mostraba sin reparos. S. era cariñosa, ordenada, diligente, no ponía malas caras, apenas si teníamos enfrentamientos, era casi imposible enfadarse con ella, pero una honda tristeza fría la se la llevaba y la retenía en algún lugar lejano. Creo que ambos andábamos hacia no sabíamos dónde, pero además por caminos paralelos que sólo, de vez en cuando, se acercaban un poco. 

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