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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Colono 31

No sé si es verdad o no, pero el par de veces que he andado de sicólogos siempre me han dicho lo mismo: lo determinantes que son para el desarrollo de una persona los años que conforman su niñez.  Cuando digo que no sé si es verdad o no, me refiero a la afirmación por de estos profesionales.

Lo que sí es cierto es que a medida que vas cumpliendo años y te miras al espejo cuando te afeitas, y te ves tan distinto de cómo te recuerdas, y tan cambiado, con esa mirada que parece haber perdido las ganas de mirar muchas cosas, con esas marcas, arrugas y pliegues que la vida ha ido trabajando en tu rostro, sonríes asombrado. Prueba a  poner, por ejemplo  el Claire de Lune de Debussy, mejor aún Beau Soir, y recuerda tu niñez. Sí, te dices a ti mismo, yo fui aquel niño. Y es bien cierto que,  con los años, recuerdas aquellos otros de pantalones cortos y azogue continuo, cada vez más intensamente y hay hechos que te das cuenta que siempre han estado contigo, grabados en algún lugar recóndito y que ahora, emergen.

Son pequeños relatos, fotogramas que conforman una pequeña historia, trozos de vida repletos de enseñanzas, de descubrimientos, cuentos, cortos cinematográficos. No se recuerdan etapas largas, no hay veranos enteros, sino días soleados, tormentas, un cielo gris o un día raso, el decorado del hecho, de lo que ocurrió.  Yo recuerdo cosas negras que ahora trato de rescatar, pero el maravilloso cerebro de los críos sólo graba la luz y los momentos extraordinarios y arrincona todo aquello que no tiene respuesta, todo lo ilógico y que no cuadra. Ya hay tiempo después para desentrañar los misterios, de ahí la insistencia, ahora, de recordar y explicar lo oscuro.

Cuando me regalaron mi primer reloj, tampoco recuerdo mis años, yo era un niño alegre y libre, esa edad en la que la vida parecía recomenzar todos los días cuando traspasabas la puerta de casa. Cuando me lo abroché en la muñeca pasé mucho tiempo con una postura muy rara.  Parecía como si me hubieran escayolado el brazo, o como si llevará un cabestrillo imaginario.  Doblado por el codo, mi brazo iba siempre delante de mi pecho, así podía no parar de mirar aquella máquina con la que me até al tiempo.

Tardé mucho en aprender las horas. Se trataba de un lenguaje nuevo, de códigos hasta entonces desconocidos para mí. Cada número tenía su significado y todos ellos combinaban con todos los demás unidos por las dos agujas. Aquello era todo un universo infinito que, ni por lo más remoto pensaba que tuviera fin. Aquel reloj fue toda una ceremonia de iniciación a un nuevo mundo lleno de sorpresas y tener capacidad para medir el tiempo, fue sólo la primera de ellas.

Por las noches lo dejaba sobre la mesilla y me incorporaba en la cama constantemente con el fin de ver las manecillas reflejar luz en la oscuridad. Acababa durmiéndome.

Por fin pude dar por concluida mi formación en lo referente a cómo interpretar correctamente el significado de aquel movimiento continuo e imparable del maravilloso artefacto.  La clave me la dio mi abuela. La recuerdo una tarde sentada en el patio de la casa, un patio fresco. Sinceramente, la recuerdo sin hacer nada, sólo estaba sentada, erguida en aquella silla de madera y mimbre, quizás con ambas manos apoyadas sobre sus rodillas, quizás estoica, esperando alguna pregunta u ocurrencia mía. La escena: yo arrodillado en el suelo, apoyado con el codo sobre una de las piernas de mi abuela, y le hice la pregunta: Abuela, ¿Cuanto dura una hora?

¿Una hora?, depende, me dijo.

¿De qué?

Ninguna hora dura igual que otra, todo depende de lo que te ocurra en cada una de ellas.

En un primer momento no entendí aquello, pero mi abuela sonreía al mismo tiempo que me lo decía, aunque mi abuela sonreía siempre, tenía esa capacidad de ciertos seres buenos de no alterarse y de vivir en un mundo apacible y sereno. Mi abuela no me regaló aquel reloj.

 

 

 

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