14 Septiembre 2014
Sigo compartiendo mesa con Lipomedes. Le gusta fumar después de la cena. Casi siempre comparto el postre con él, supongo que así se justifica él mismo consigo mismo y queda su conciencia tranquila con su compromiso de no comer dulces. Lipomedes está con una eterna dieta tratando de quitarse cuatro o cinco kilos que le sobran desde que le conozco, pero le resulta una tarea casi imposible, pues su cuerpo ya ha descendido ese escalón que resulta imposible de volver a subir. Pero quizás no se trata de nada de eso, y para él compartir el postre sea un rito, un signo, una señal, un mensaje oculto, un pacto. Nunca se lo que significa, pero me encanta hacerlo.
--Bueno, ¿y qué tal está tu madre?, le pregunto.
Miro a quien comparte la mesa conmigo. Me acaba de preguntar que cómo está mi madre. Me vienen un montón de ideas a la cabeza y no sé como responder de manera ordenada, con una lógica en el discurso, con cierta coherencia y linealidad.
Tengo a mi madre en la planta sexta de un gran centro hospitalario, con nada grave, con una rotura de cadera, encamada, pequeña, asustada. Así la veo y la miro a veces, y otras veces la creo despiadada, manipuladora, puede que también diabólica.
¿Sabes? digo. Mi madre no tiene que ver nada con su madre.
Recuerdo a mi abuela, siempre despeinada y de edad avanzada. Me resulta imposible no recordar a mi abuela con muchos años, y también fue joven, y compartí años con ella, pero yo siempre la veo con su pelo gris enmarañado, sus dedos deformados de piel suave. Mi abuela, consciente de su edad y jugando siempre a ser útil.
Sosteniendo dos platos, uno en cada mano, mi comida. Siempre sosa, pues ella no podía cocinar con sal. siempre sonriéndome, y yo a ella. Recuerdo que más tarde, cuando se puso enferma definitivamente, yo hacía la comida. Pienso en mi relación con ella y pienso que era magnífica. En realidad, creo que ha sido la mejor relación que he tenido con una mujer.
No sé porque a la persona que come conmigo le gusta tanto escuchar estas historias que, por otra parte, son siempre las mismas. Podría narrar algunas otras, pero siempre vuelvo a estas, como si fueran las historias primarias, las que explican todas las demás, las que he de repasar una y otra vez o las que no quiero olvidar, Me haré viejo recordando la vejez de mi abuela y cuanto más lo recuerdo más joven me siento.
Jodido otoño, que no llegas, me engañas, no se como te las apañas,
me das nubes por las mañanas, algunas brisas y con tus con tus colores rojos de la tarde me enmarañas,
jodido otoño, perezoso, vago, desde el lecho miras de reojo, bostezas y te das la vuelta.