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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Caminos duros

Me he levantado hoy con ganas de coger la bicicleta y salir a hacer unos kilómetros. Pero hacía demasiado frío. Me he imaginado sobre ella, con los pies y las manos heladas, el sudor interno que puede tornarse frío en cualquier momento y el esfuerzo ahogado subiendo las rampas. Rápidamente he desechado la idea y he optado por una larga caminata por mi camino blanco. Los seis kilómetros de rigor en los que trato de pensar en cosas, pero no lo consigo. 

Hay abundante gente hoy en el camino. Cuando aparco el coche al inicio del recorrido, un grupo de treinteañeros, ya mediados hacia la cuarentena, irrumpe. Van todos vestidos con ropajes de montaña, pantalones de esos de grandes parches naranjas, mochilas, palos de andar y anoraks de senderismo, también con los cuellos naranjas. Ignoro porque se han vestido así para hacer este recorrido rectilíneo, blanco, llano. Los dejo avanzar. Van con un par de perros atados y no paran de hablar. Deben de ser un grupo que ha pasado la noche en alguna casa del pueblo y han decidido dar un paseo por la mañana. Ay, el senderismo para solitarios, la típica actividad para los denominados singles. Conocer a alguien en torno al ejercicio, al medio ambiente, la naturaleza y todas esas gaitas, siempre con el mismo objetivo final. Los he dejado avanzar, arman demasiado alboroto y quiero tranquilidad. Durante todo el camino los he mantenido a la misma distancia, unos doscientos metros. Ando tras ellos y a mis espaldas oigo pasos. Giro la cabeza y veo a una pareja peculiar que ya he visto otras veces. Se trata de un señor mayor, por encima de la jubilación y de un hombre más joven, calculo unos treinta y cinco, o quizás cuarenta, andando junto a él. Éste segundo arrastra los pies. Sin duda, se trata de su hijo y además, tiene cierto grado de subnormalidad. A pesar de que hace frío, van sin abrigo, solamente usan sendos jerseys azul oscuro. Andan rápido. El hombre mayor tienen el cuerpo duro, forjado en las labores del campo. Entre ellos no hablan, pero cuando se cruzan con alguien saludan y, en algunos casos, incluso se detienen a intercambiar unas pocas palabras. Deduzco que son conocidos en el pueblo. El padre lleva unos pantalones de esos de labranza, azul también. Su hijo unos vaqueros. Ahora se han puesto delante mía. Los he saludado cuando me han adelantado y ellos a mi también. He podido ver sus rostros. EL del hombre, enjuto. El de su hijo, triste, transformado por una especie de mueva de dolor. Ahora ven delante mía y decido dejarles avanzar unos metros y después adecuar mi paso al suyo para poder compartir con ellos aquel camino. No hacen otra cosa sino pasear. Supongo que aquel hombre saca a su hijo, lo airea, ha de hacer ejercicio. Siguen sin hablar y sólo quiero ver algún signo de complicidad entre ambos. Pasa un rato, y me acuerdo de aquella madre que sacaba a su hijo grandón, con un escudo infantil, a este mismo paseo. Pienso en la soledad con que estos padres sacan a delante a estos hijos y en las preocupaciones que rondarán en sus cabezas pensando en qué pasará cuando ellos mueran. Pienso en lo dramática que es a veces la vida, en lo cruel y carbona que se vuelve con algunas personas. Siguen andando y el padre parece arreglar el cuello del jersey del hijo que sigue, impasible, arrastrando los pies por el camino. Miro mis zapatillas durante unos segundos y cuando vuelvo a levantar la vista, le ha agarrado la mano, en el tramo más solitario de todo el camino, como con miedo a que les vean. Aflojo mi paso y dejo que se marchen de mi pensamiento. 

Acabo en el bar del pueblo, lugar al que me gusta ir. Todo está igual. Los hombres dando voces, hablando de fútbol. Hablan rápido, como si les diera vergüenza hacerlo. Mezclan palabras con sonidos, abren tanto la boca, hacen tantas muecas, mueven tanto sus brazos, que debe de ser agotador. 
Poco a poco, los días se van alargando. 

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