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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Paraíso

Escondido en mi cocina. Solo. Con la chimenea encendida. El resto de la casa está vacía y fresca. Me he atrincherado abajo, frente al gran ventanal por el que veo el anochecer. 
Llevo unas semanas muy pendiente de mí, y no me refiero a mi aspecto, sino a mi cuerpo por dentro. En las últimas semanas he estado en una inusitada cantidad de hechos relacionado con la muerte y he de reconocer que aunque con la lógica en la mano me quedan aún un buen puñadito, no diré puñado, de años para abandonar este mundo, cada día me da más miedo ese hecho ineludible. Pero no al hecho de dejar este absurdo lugar en favor de una incógnita que, para mí, no existe (no creo que haya nada para unos seres tan  estúpidos y orgullosos como nosotros); lo que realmente me resulta insoportable es dejar de existir, pasar de ser alguien a convertirme en nada, salvo un cuerpo que se descompone rápidamente, mientras “eso” que era sigue viviendo en la mente de alguna persona de mi alrededor. Bueno, suponiendo que siguiera, otra opción es que nadie me recuerde o sufra por mi desaparición, lo cual, en el fondo me relajaría bastante. 
Los muertos dejan de formar parte de la realidad, parece como si esas milésimas de presión que ejerce su volumen físico en la atmósfera terrestre se diluyera instantáneamente restableciéndose el equilibrio de esa ausencia en el universo en cuestión de milisegundos, haciéndose prácticamente imperceptible su vacío para los que, día a día, aun vivos, siguen luchando contra la gravedad. 
Siempre que voy a un tanatorio me vienen estos pensamientos a la cabeza. El muerto allí, discretamente escondido tras un tabique, al otro lado de un cristal, expuesto, ya aislado de ti, del mundo, en otro mundo, el de los muertos, y encima ponen enfrente del escaparate un tresillo y unas sillas, para que, cómodamente, puedas contemplar la nada y quizás comentar lo de siempre: ahí que ver que bien está, si parece que sólo está dormido. 
Admiramos la muerte, ignoro la razón, supongo que, de pronto, nos enfrentamos con la nada, con un espacio de vacío y de soledad. 
Llegué al lugar, fumando un pitillo. He de reconocer que haciendo tiempo y negándome a hacer aquello. No me gustan esos lugares, esa especie de bazar de muertos en medio del frenético ritmo de la ciudad. Tampoco me gusta compartir mis sentimientos y mucho menos hacerme partícipe del de los demás, y menos en estos sitios, en el que muchos de ellos son sólo actitudes de caras serias y graves. 
El muerto era un tío mío que no veía desde hace más de treinta años. Temía entrar allí y no reconocer a nadie, temía tener que presentarme y decir quien soy, o más bien, quien era hace más de treinta años. Pero no, nada más entrar reconocí a su mujer, a mi tía, gracias a sus ojos. Era una viejecita de noventa años acurrucada en un sillón de piel sintética, arropada por chicos jóvenes sentados sobre el reposabrazos del sillón, uno de ellos, y otro en el suelo. Había no más de doce personas, entre ellas mis primos, los hijos del muerto, a los que sí fui capaz de reconocer. 
Fui directo hacia mi tía, e ignoro si supo quien era, aunque creo que sí, Le di el pésame e ignoro de donde fui capaz de sacar unas cuantas frases consoladoras para permanecer corvado frente a ella durante unos minutos. Enseguida me dirigí hacia mi primo, con el que compartí buenos momentos hace muchos años, y al que di un gran abrazo, y con el que acabé riéndome, junto a mi hermana, de aquellos viejos tiempos. Por su parte, mi prima, hacia la que nunca tuve devoción, también estaba allí, obviamente. Que fea y vieja. Coño, pensé, que mal se han portado con ella los años. Sobre mi prima no tengo recuerdos, ignoro qué compartí con ella. Sí recuerdo que asistí a su boda con una especie de quinqui con pinta de delincuente de las películas de los ochenta. Tampoco recuerdo cuanto duró su matrimonio, o si se casó porque estaba embarazada. Sí sé, porque mi madre se encarga de transmitirme todas las desgracias familiares, que se volvió  a casar y espero que no fuera con un viejo de bar de barrio que estaba sentado junto a ella en el mismo sillón. Tuvo una hija, paralítica y deduje que era una cría, de unos diez años, en una silla de ruedas que había en la sala. La cría lloraba desconsolada. Nadie me la presentó. Luego me enteré que era mi tío, una buena persona, quien, practicamente, se ocupaba de su bienestar. 
Hacía mucho tiempo que no iba a un tanatorio. Ahora ponen merienda. Había termos con café y leche, bollos, sandwiches, canapés, botellas de zumo de naranja y agua. La verdad, ignoro como hay gente capaz de comer en un sitio como este, con un muerto separado de la comida por una simple pared. Imagino su cuerpo muerto, su garganta muerta, su estómago inútil, su sistema seco y se me seca el mío. 
El personal es capaz de hablar mucho en estos sitios. A mi sólo me interesa la información, así que mostré interés por las últimas hora de mi tío, que me fueron relatadas por mi primo, pues corrieron a su cargo. Tuvo una muerte limpia y aséptica en un hospital, una muerte rápida, de la que creo no fue consciente, lo cual me lleva pensar que yo quiero también algo rápido y aséptico, pero si puede ser en mi casa, mientras me adormezco en el sillón o, mejor aún, mientras duermo en mi cama, mucho mejor. 
Tuve dos charlas intensas, una con mi primo, y otra, también con mi primo, un rato más tarde, y tal como dije antes, la segunda riéndonos, junto a mi hermana, de nuestras experiencias conjuntas. El resto del rato que me vi obligado a estar allí me dedique a mi juego favorito, determinar quien era quien, quien estaba relacionado con quien, de qué manera y bajo qué circunstancias. 
Había dos chicas relativamente jóvenes, buenos culos.  También me fijé en ello. Tenían sus chicos allí dentro, y por las caricias de una de ellas a uno de ellos, en plan consolación, deduje que el chico era el familiar de mi tío (90 años), por lo que debía de tratarse de un nieto, pero, ¿hijo de qué primo?. No quise hacer indagaciones. Salí a fumar un par de pitillos, volví a entrar y me recosté contra la pared, mirándome los zapatos. Llego un cura que, con tono rutinario, animó a los asistentes a pasar a la salita con el escaparate, tras el cual estaba el muerto, a rezar un responso. Por la mal gana, la desidia y el aburrimiento de aquel cura, deduje que mi teoría de la no eternidad, cobraba fuerza. 
Todos pasaron a observar al muerto y a rezar, rutinariamente, un padrenuestro, un avemaría, que jamás he aprendido, y no sé que letanías más. Yo esperaba fuera, fascinado por la capacidad del personal de mirar al muerto. Esta fascinación llegó a un punto álgido cuando, más tarde,  una de las parejas jóvenes, decidido aislarse en el sofá frente al muerto, en la salita anexa, mirando fijamente, a lo que suponía debía de ser el cadáver. 
Mi madre se acercó a mí. Había estado pendiente, todo el tiempo, de mi comportamiento. Ella, tan orgullosa de sus hijos, a sus ochenta y siete años. Ignoro como es capaz de venir a estos lugares, estando ya tan cerca de ser la protagonista. Es una incógnita como voy a llevar la muerte de mi madre en los que se refiere a la tramitación de este paripé. 
Mi madre, va y me dice que cómo han dejado a mi tío, que no parece él. La paro en seco. Pues hijo, me responde ella. Que no mamá, que no quiero hablar de muertos, la insisto, quédate con tus absurdas cavilaciones para ti sola, no tengo la más remotas ganas de saber nada sobre el muerto en esos aspectos. Creo que la espanté. 
Bueno, ya ha oscurecido, creo que me voy a ir yendo, pienso. Me quiero ir de allí. No me fue difícil, creo que todo el mundo entiende que te vayas, a fin de cuentas, si no hubiera venido, tampoco hubiera pasado nada. Hasta a mi madre, que debe de considerar que ya he estado el tiempo suficiente, le parece adecuado que me pire. Me voy despidiendo de mi tía, mi primo, mi prima y, de nadie más. Les doy la espalda, les dejo en la salita en la que aparece en un letrero digital el nombre y los apellidos de mi tío, una nomenclatura de algo que ya no existe. 
Mi muerto es mío, mis recónditos recuerdos sobre mi tío son sólo míos, mis experiencias con él, mis pensamientos sobre él, me pertenecen, y me los llevo de allí conmigo, sobre todo el tremendo parecido físico con mi abuelo. 
En la calle, entre vivos que te miran con timidez. parece mentira, todos con experiencias similares, todos con el mismo destino, todos con la misma información y somos herméticos los unos con los otros. Miradas de recelo en la noche, si te acercas a alguien para solicitar indicaciones para salir de ese barrio de muertos, te miran con precaución. Jaja, y ¿queremos un paraíso?
Me subo a mi coche de alquiler, destino lo de siempre, lo conocido, tan reconfortante. Me voy con mi pie derecho, su lateral externo dormido, sin ganas de ir al médico, ya que no me molesta, no me duele, porque me aterra que me diga que es el inicio de una esclerosis múltiple progresiva. 

 

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