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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Pistoletazo de salida

Me tiene muy asombrado lo deprisa que pasa el tiempo. A medida que cumplo años los ciclos son cada vez más cortos, o a mí me parece así. Yo mido estos ciclos por las estaciones. Supongo que debe de ser el contagio de la naturaleza que me rodea. Ella, la naturaleza,  siempre lleva el mismo ritmo y no se detiene a filosofar sobre la relatividad del tiempo. No sé si es sabia o simplemente precisa o es que está dotada de una sabiduría capaz de construir una máquina perfecta que nunca falla. 

Llevaba semanas esperando a mis golondrinas, ya tocaba. Veía revolotear a los pájaros y oía sus cánticos excitados, pero en medio de ese alboroto que arranca al amanecer no apreciaba las piruetas que las caracterizan. Sin embargo, el sábado pasado descubrí a una de ellas en el borde del nido que dejaron vacío el verano pasado. Cantaba como una loca o como un loco, no sé si era la hembra o el macho, y parecía relatar a la pareja, a la que no pude apreciar, el estado del hogar reencontrado. 
A partir de entonces, las oigo, las intuyo y supongo que ya andan con sus juegos amorosos. En un momento determinado, cuando aniden sobre mi puerta, se iniciará  la incubación. Supongo que debe de funcionar así o, al menos, si fuera un naturalista ilustrado de siglos, es lo que apuntaría en mi cuaderno de campo.

Ayer me cortaba las uñas de los pies en el cuarto de baño. Ya había acabado de hacerlo, por lo que ya me había quitado las gafas. Me masajeaba mis pezuñas, pensando en todo lo que han andado conmigo, en todos los lugares a los que me han llevado y en lo fieles que siempre me han sido. Con el rabillo del ojo, enfrente mía, al lado del lavabo, en el suelo, veo una manchita negra. No le presto atención, deduzco que es un trocito de algodón de los calcetines que me acabo de quitar. Los calcetines de invierno, al menos los míos, tienden a soltarlos, imagino que por efecto de rozamiento con los zapatos. Sigo con mis masajes y cuando vuelvo a mirar, la manchita ya no está. En ese instante mi mente me dice que a algo tan liviano como una brizna de algodón cualquier pequeña corriente aire es capaz de desplazarla. Me olvido de ella. Ya he acabado mi masaje, me levanto, voy a lavarme las manos y la manchita negra ahora esta al otro lado del cuarto de baño, justo a los pies de la bañera.  Anda!, me digo, tú no eres algodón. Trato de enfocar mis ojos cansados sobre ella y de forma borrosa distingo unos alambrillos apenas perceptibles que la rodean. Sin duda se trata de una araña. He aprendido a respetarlas. He leído que sólo tratan de vivir tranquilas, creo que ya os lo conté. Se limitan a buscar un lugar seguro, tejen su tela y se alimentan pacientemente. A cambio, te evitan un tanto por ciento de los bichitos voladores, tan insidiosos dentro de las casas durante el verano. Pero claro, ésta está en el suelo y no deja de crearme cierto desasosiego. Así que corto un trozo de papel higiénico, la envuelvo con cuidado, abro la ventana y la dejo caer. La veo caer flotando, casi haciendo cabriolas, hasta el suelo. Se posa y corretea hacía un rincón. Dentro de poco, volverá a entrar, no sé qué resquicio aprovechará, y vivirá todo el verano sobre mi, en el techo. 

La primavera ya ha llegado, es el pistoletazo de salida. 


 

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