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Las Razones del Diablo

Historias de todos los días

Causa raíz

Unas breves líneas para comentar que mientras nos entretenemos como bobos, abriendo las bocas y babeando ante cualquier estupidez, el mundo se extingue. Y mientras llega ese momento, que llegará y nos enteraremos a través de una alerta al móvil, bueno, cada uno hacemos lo que podemos. 

A mí me gusta ir a nadar. Aunque he de admitir que desde que la decisión toma forma en mi cabeza: hoy voy a nadar, una pereza enorme se adueña de mí.  Imaginarme desnudándome y sumergiéndome en el elemento líquido levanta un muro que mi voluntad siempre ha de escalar.  Pero todo esto pasa cuando estoy dentro del agua y con mis primeras brazadas la rompo usándola para desplazarme. Ya no hay vuelta atrás. Suelo estar entre treinta y cuarenta minutos y rebasando los veinte siempre pienso que ya me he ganado la ducha. Ducharse después de nadar es un verdadero placer y además, mientras te enjabonas, sientes un chute de satisfacción dentro de ti.

Pero nadar también tiene sus aspectos negativos, bueno, en mi caso, solo uno: los humanos y las humanas con quien has de compartir tu nado. 

Esa señora redonda, esa boya flotando semihundida, esos muslillos fofos, de pollo de granja, que se mueven como los de un perrillo cruzando un río. Esas clases que algún monitor tripudo, cansado y aburrido les da y en las que les aconsejan andar en el agua y no nadar.  Ese señor, Tarzan de hace un siglo, enorme, resoplante y lento, como un cachalote ancestral peludo que surca los mares sin rumbo fijo, sin hambre, aunque podría comer focas. Esos humanos desfigurados que se meten al agua, en tu calle, y son incapaces de hacer el ejercicio mental de adivinar tu ritmo, de calcular como adecuarse mejor a él. Esos viejos egoístas que se meten al agua cargados de derechos como si considerasen que su jodida edad, además de hincharlos, les diera prioridad sobre otros nadadores. Presuponen que les debemos respeto por sus años vividos y que todas las instalaciones y servicios, a los primeros que han de servir es a ellos. Avanzan tan campantes, como ancianos leones marinos, ajenos a los inconvenientes que supone preverlos, tenerlos en cuenta, adelantarlos. Suelo hacerlo y cuando lo hago, sacudo mis piernas con fuerza para turbarles su apacible desplazamientos con pequeños maremotos. No tengo ninguna mala conciencia, sólo intento hacerles reflexionar sobre eso de la convivencia además de hacerles olvidar, por un rato, sus años acumulados. No quiero adivinar lo que pensarán de mí, pero , sinceramente, me da igual. 

Pero es que luego vas a las duchas. Allí, se mezclan los hombres de toda edad, desnudos, con sus culos blancos, algunos tristes y con granos, sus espaldas corvadas, sus barrigas, michelines, resoplando, algunos escupen, otros hacen gestos de esfuerzo enjabonándose sus huevos. Monos, orangutanes, chimpancés que saludas al entrar y no contestan, que te despides al salir y no contestan, acaso un gruñido primigenio de nuestros antepasados bípedos. No entiendo que ve una mujer en un hombre, con esos colgajos patéticos que tanto afecta a sus cerebros. Y luego, en el vestuario, extendiendo multitud de bolsas de plásticos donde guardan prendas arrugadas, que se ponen, que se quitan, más aspavientos, más resoplidos cavernarios, y lo mismo, dices adiós y nada. Están a lo suyo, solitarios, repuliéndose como imanes, en silencio, sin capacidad de reconocer a nadie que no sean ellos mismos. Insoportables, incapaces de razonar que la base de la convivencia es la educación, aunque sea mecánica, lleva implícito el mínimo respecto hacia otro ser humano. Me cargan los viejos, aunque vaya avanzado en el camino de serlo, aunque llevo ventaja, aún hay quien me colma de preciosos regalos. El mundo se acaba, he aquí una de sus causas raíz. 

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